martes, 1 de junio de 2010

La señal


En principio no tenía el más mínimo deseo de ir al congreso, pero una especie de órgano de la supervivencia que me imagino tenemos todos en alguna parte del cuerpo trabajando como un balancín, me hizo saber que aunque la pasara muy mal en Salta, nunca sería comparable a un nuevo fin de semana en casa con mis padres. Así que en menos de treinta minutos preparé el bolso, dejé a mi mamá y el feng-shui, y a mi papá con su “Fútbol para todos”, y me encontré en la puerta de la facultad con las casi cincuenta personas que viajaban.

Creo que a nadie le interesaba verdaderamente el congreso; ni a las autoridades, ni a los docentes, ni a los estudiantes, y todos lo veían más que nada como una posibilidad para divertirse y conocer lugares y gente. Sabíamos, finalmente, por otra parte, que a la mayoría de las cosas que se dicen en un congreso de turismo y desarrollo sustentable se las lleva el viento, y que no pasan de discursos altisonantes y ridículos, o arduamente trabajados, pero vacíos en el fondo. Lo que escucharíamos en esas tres mañanas y dos tardes, no serían más que palabras que abarcarían toda la gama que va de lo hipócrita hasta lo resignado, pasando por lo vano y artificioso.

Sinceramente debo decir que odiaba a todo el mundo, especialmente a mis compañeros, tanto fueran hombres como mujeres. Sobre todo aborrecía a los más jóvenes, de entre dieciocho y veintitrés años, los cuales pretendían hacerse los serios y serias y maduros y maduras y apostaría que más de uno o una no quería salir del closet; después estaban los de entre veintitrés y veintiséis, y que no solo ahora en el viaje, sino también cotidianamente en clase buscaban alargar eternamente la secundaria: molestando, conversando y recurriendo al chiste fácil. Por edad, yo pertenecía al segundo grupo, pero solo eso. Me sentía ajeno a todos y a todo.

Pero antes que odiar a los otros, me odiaba principalmente a mí mismo. No me soportaba. Aprovechaba cualquier espejo o cualquier vidriera del centro para comprobar el avance de mi insignificancia y fealdad. Incluso, cuando subía solo a un ascensor y llevaba short o jogging, me bajaba el calzoncillo para sufrir con la visión que habían tenido de mi desnudez chicas en el pasado y la que podrían tener otras en el futuro. Pero era una cuestión sin importancia, porque de todas formas no tenía sexo desde hacía un año y medio.

Esa aura pesimista, esa nube negra, como era de esperar, no desapareció durante los días del congreso. Por lo general me movía como un autómata siguiendo al resto de la delegación a través del hotel donde se desarrollaban las actividades. Iba a las presentaciones de trabajos, charlas y conferencias en un estado de semiinconsciencia, como resultado de que pasara todo el tiempo pensando en mis problemas y del profundo sueño que sentía, a pesar de que las dos primeras noches me uní adrede a un grupo aburrido que solo quería tomar una cerveza, comer un sandwich de lomito, y volver al hostel dónde nos hospedábamos bien temprano.

De tanto en tanto, atrapaba alguna frase, alguna oración plagada de palabras con consonantes fuertes, y la anotaba en un papel. Más que nada para probar la lapicera que los organizadores del congreso nos habían obsequiado. La cosa no mejoraba para mí en los coffee break. Me asqueaba ver a todos excitados frente a la comida gratis. Sintiéndose muy vivos por el café libre, por poder engullir una tercera medialuna no permitida o por los scones que se guardaban en los bolsillos para más tarde. Eso parecía no bastarles: tenían también que hablar de lo que estaban haciendo. Así aumentaba su placer, parecía.

Pero también había momentos en los que intentaba estar solo físicamente además. Entre el edificio del hotel y la sala de conferencias había una amplia galería con techos vidriados en la cual se habían armado los distintos stands de los operadores mayoristas o de los entes provinciales. Una suerte de workshop, como le llamábamos. Cuando quería escapar de alguna charla recorría ese espacio una y otra vez sin detenerme a mirar nada, como si buscara dejar llena de surcos la galería nomás. Solo interrumpía mi parquedad para sonreír maliciosamente cada vez que pasaba junto al stand del ente de turismo de Tucumán. Recordaba aquella vez que habían invertido en una millonaria publicidad, trasmitida para casi toda Europa durante un mundial de rugby, en la que habían olvidado especificar en qué país estaba ubicada la provincia. Ese pensamiento era como una pequeña estrella que se apoyaba sobre mí y alejaba por unos instantes la pesadumbre que sentía. Comprobaba con orgullo también, aunque inmediatamente me arrepentía de él, que ninguna de las promotoras que repartían folletos me movía un pelo. Ni la lycra ajustada, ni las tontas gorritas, ni los push ups lograban despabilarme.

Mis compañeros me seguían en ocasiones. Yo los escuchaba comentar emocionados sobre rumores de sorteos de sesenta pen drives de un giga, o de un par de circuitos por Europa, cortesía de uno de los operadores turísticos que tenía su stand ahí, pero finalmente nada pasó y mis compañeros tuvieron que desquitarse, ya en los momentos finales del congreso, criticando cuanta cosa veían: desde la temperatura del agua de los dispensers hasta el discurso de cierre, a cargo del director de turismo salteño.

Los días fueron todos bastante parecidos unos a otros. El sábado por la tarde, tras el acto de clausura, aproveché para caminar solo por el microcentro con la idea de gastar algo de plata que me había sobrado. Pero no supe qué quería y no compré nada finalmente.

Por la noche fuimos todos y todas recién bañados y bañadas a la fiesta de cierre en una mezcla de pub y boliche, en el que había mucha otra gente también que no tenía nada que ver con el congreso. Simplemente eran salteños en Salta.

En el pub nos sentamos casi todos los compañeros en una misma mesa. Procuré esta vez, sabiendo que podía trasnochar tranquilo, ubicarme lejos del grupo serio. No pasaba nada en ningún lugar de todas formas. Algún aburrido sacaba a bailar a alguna de nuestras compañeras, pero la mayoría esperaba a estar verdaderamente borracho para hacerlo. Yo me mantenía en silencio, obligado a hacer una broma ocurrente cada vez que alguien notaba mi presencia y me reclamaba participación. ”Vos sos medio hijito de puta, aunque no parecés ¿no?”, obtenía como respuesta, además de algunas risas.

Cuando ya eran cerca de las tres y ya había orinado una o dos veces, Rodolfo, un compañero del grupo de los que estaban entre los veintitrés y veintiseis, me señaló dos chicas que fumaban cerca de uno de los ventanales del pub. Una se destacaba, aunque no muy alta, hermosa y elegante como un setter irlandés, mientras que la otra, que no parecía estar mal de todas formas, la escudaba sosteniendo un vaso de cerveza que compartían.
- Yo encaro a la de la derecha- me dijo Rodolfo- ¿Te parece?
- Dale- le respondí yo, simulando entusiasmo y con una tibia esperanza de que el plan se frustrara.

Si bien Rodolfo era uno de mis compañeros ansiosos por reeditar el viaje de fin de curso a Bariloche, había abrigado siempre hacia él un sentimiento de hermandad. Esto era sobre todo porque si yo presentaba una avanzada calvicie que atacaba la región frontal de mi cabeza en forma de tenazas, liberando un jopo que nunca sabía cómo resolver al peinarme, por lo que lo dejaba suelto al viento para que se moviera como algas marinas, Rodolfo tenía el pelo lleno de canas. Tantas como si esos cabellos blancos fueran los habitantes originales, y los negros los que en realidad habían comenzado a asomarse furtivamente cuando recién entraba en la veintena de años. Por lo que decidí, luchando contra mi apatía, seguirlo hasta las dos chicas teniendo cuidado de no derramar cerveza del vaso de litro que tenía en la mano.

Dejé que Rodolfo se encargara de todo, mientras yo apenas sonreía a la espera de la oportunidad de insertar algún chiste en la conversación. De tan cerca, descubrí que más que a un setter, y en la medida en que es posible y lícito establecer comparaciones entre mujeres y perros, la chica hermosa se parecía, especialmente en el rostro, más bien a un cocker, ya que tenía rasgos sutiles y aniñados más que angulosos: una boca clásica en forma de corazón pintada de rojo, nariz pequeña y redondeada, y ojos dulces aunque un poco embrutecidos por el rimmel. Pero mi posible chica no estaba mal: un poco más baja que su amiga, morena de pelo y piel, tenía como principales virtudes unos ojos enormes y curiosos que miraban de abajo hacia arriba y una boca de labios gruesos que se expandían en forma horizontal. Por el momento, era ella la que hablaba con Rodolfo, en un tono de voz grave que subía cada vez más y que parecía siempre a punto de quebrarse en una nota aguda. Y se notaba que años de amistad, boliches y fiestas con la chica cocker la habían obligado a desarrollar una personalidad explosiva para no quedar tan rezagada.

Debo decir además, que la de la chica cocker era verdaderamente una belleza que mareaba, que lo hacía a uno sentirse muy poca cosa. Su piel parecía tener la suavidad y el color caramelo que deben tener las pieles de hijas de matrimonios de dermatólogos, así que supuse que ella lo era. Recordé la anécdota que un amigo contaba sobre un tipo que había invitado a salir a su hermana un par de veces. Un joven abogado que le decía todo el tiempo que era tan hermosa que se sentía mal, que se descomponía. Y efectivamente, había veces que, mientras iban al cine o a algún bar, detenía el auto a un costado, abría la puerta, asomaba el cuerpo hacia afuera y se doblaba todo en arcadas.

Sin darme cuenta prácticamente, y a medida que comprábamos una cerveza y otra, fui sintiéndome muy a gusto con la chica explosiva. Perdía de vista a Rodolfo y, cada tanto, cuando entraba en mi campo visual, lo veía haciendo monerías a la chica hermosa. Entonces tuve la intuición de que si bien Rodolfo había sido el favorecido en la elección, la suya no sería más que una victoria pírrica, y que el que terminaría sintiendo el calor de una mujer esa noche probablemente fuera yo: el chico amargo y pesimista.

No entendía del todo bien las cosas que mi chica, Jimena, me decía. Además de sentir una extraña mezcla de atracción y rechazo ante esa voz que se desplazaba por todas las tonalidades, me costaba comprender desde dónde se originaban sus ideas y la estructura de sus pensamientos. Por ejemplo, me comentaba que esa misma tarde viajando en el colectivo, no había podido contener la risa al escuchar a una nena de primaria recitando de manera incorrecta el abecedario, invirtiendo el orden y casi creando nuevos sonidos; que había tenido que simular que se reía de un mensaje de texto para que no la miraran con antipatía el resto de los pasajeros. Yo no sabía si me lo contaba desde el prejuicio o desde la ternura. O cuando me hacía preguntas sobre Tucumán como si se tratara de un lejano reino: “¿qué comen?”, “¿con qué acompañan la milanesa?”, “¿qué toman antes de ir bailar?”, “¿cómo detienen los colectivos?”, “¿qué nombre le ponen a los recién nacidos?”.

Ya cerca de las cinco, y después de celebrar varios chistes de ambos chocando nuestras manos, me dijo con su voz viajera:
- Tucumano, ¿no querés que vayamos a mi departamento? Confío en que no vas a robar nada.
- Bueno- le respondí, ya bastante borracho y sintiéndome alagado.

Tomamos un taxi que pagamos a medias y llegamos a destino. El departamento era enorme. No pude calcular bien ni pregunté, pero parecía de más de tres ambientes o algo así. La madre estaba desde hacía más de una semana de vacaciones en Angra dos Reis con una amiga, por lo que bien entramos Jimena me dijo que podíamos hablar todo lo fuerte que quisiéramos. Inmediatamente después, me llevó a la cocina porque decía que le sonaba la panza.

Me puse a su lado cuando abrió la heladera y me preguntó si quería algo. Lo que vi me desconcertó un poco. La heladera estaba prácticamente vacía y con cosas que no combinaban para nada: dos mitades de limones secos, un frasco de crema de leche por la mitad, esencia de vainilla, un salamín, orégano, mermelada de frambuesa y, sobre todo, tomates y fetas de queso dambo.
-No hay nada parece- dijo, haciendo una mueca de frustración- Pero no te preocupes, tucumano, porque siempre tengo a mano mi comida preferida.

Dio un par de pasos de baile hasta un desayunador y como en un truco de magia levantó un par de servilletas humedecidas descubriendo cinco o seis sándwiches de queso y tomate hechos en pan lactal.
-¿Querés?- me preguntó- Son de queso y tomate. Son mi cena diaria. Ahora que mi mamá no está los como de almuerzo también. Y a veces de desayuno o merienda. Pero más que nada me encanta comerlos cuando vuelvo tarde a la noche.
- No, gracias- le dije. No tenía hambre, me había llenado con manises.
- ¿Querés coca, entonces?- insistió, balanceando la cabeza y con los puños en la cadera simulando estar enojada. O quizás lo estaba, no sé.
- No. Gracias. Agua podría ser. Deberíamos haber comprado alguna cerveza – le dije, enojado conmigo mismo por el olvido.
- Yo tomo solo una vez a la semana alcohol. Se lo prometí a mi mamá. Pasa que mi papá, que dicho sea de paso, vive en Tu-cu-mán, como vos, es medio borracho. Así que le prometí a mi mamá que no seguiría sus pasos.

Dicho esto, me sirvió agua en un vaso, mientras colocaba dos hielos en otro y agachándose apenas, se servía Coca Cola al tiempo que decía con deleite: “Coca-colita-con-hielo-mi-amor-te-amo”, dirigiéndose a no sé quién.

Para ese entonces, de algún modo, ella era la dueña de la situación y yo no hacía más que seguirla con la mirada y escuchar sus ocurrencias. Iba de aquí para allá, recorriendo el living y explicándome en qué lugar y año se había tomado tal foto con su mamá o tal otra con su mejor amiga, Mariana, la chica cocker; o qué amigo gay de su madre había pintado cuál pintura abstracta y de lo que se suponía que ésta hablaba.

Un poco cansada al parecer, apoyó el vaso de coca y el sándwich de queso y tomate a medio comer sobre una mesa ratona y se dejó caer de cola en un sillón de dos cuerpos. Las piernas le colgaban desde uno de los apoya brazos, a la altura de las rodillas, por lo que se puso a balancearlas de arriba a abajo. Y se quedó así un rato, mirando el techo.

Me senté a su lado, y de la nada, como si ya hubiese recuperado el aliento y la energía, comenzó a mostrarme varias cicatrices que tenía en distintas partes del cuerpo. “Gusanos”, los llamaba. Tenía dos bien alargadas en el brazo izquierdo: una adelante, en el antebrazo; y otra atrás, en el codo. También otra más corta en el hombro derecho. Había atravesado sin darse cuenta una puerta de vidrio de la casa de una tía el día que cumplió dieciocho años.
- En esa época vivía nerviosa. Casi ni comía- me explicó.

A medida que hablaba y me enseñaba sus cicatrices, yo tímidamente las acariciaba, como un turista que comprueba la belleza del paisaje que el guía le enseña.
-Este otro de acá me lo hice en un famoso accidente en colectivo- continuó, mientras se tocaba una mancha de carne de forma redondeada en una de sus pantorrillas-. Mi colectivo se metió dentro de una pizzería y yo estaba tocando el timbre justo. Me zarandeó de un lado a otro. ¡Era como una película! Entre medio del polvo vi a una chica vestida toda de blanco: pantalón y campera polar. Tenía un manchón de sangre como un babero.

No había muerto nadie, me explicó, pero había salido en la tele y en el diario. Diez personas viajaban, incluido el chofer y dos mellizos de ocho años.
-Hace un año fue- agregó, mientras con dos dedos se masajeaba la cicatriz, como si lo hiciera sobre su sien para rememorar con más facilidad.
- ¿Y no se volvieron a juntar? Con el grupo digo, ¿al cumplir el año? –pregunté, temiendo meter la pata- ¿Cómo grupo terapéutico o algo así?

Entonces, a modo de respuesta, me miró, abrió grande los ojos, lanzó una fuerte carcajada, se tapó la cara con una mano e incorporándose un poco sobre sus codos, enterró su cabeza en mis costillas, del lado derecho. Luego se acomodó mejor y terminó sentada a mi lado. “Que rico perfume que tenés” dijo, acercando la nariz a mi cuello. “¡Me quiero morir!”, repitió un par de veces hundiendo la cara con ternura.

Así comenzamos a besarnos. Con torpeza primero hasta encontrar el ritmo apropiado. Su boca era más grande de lo que yo había imaginado, y tenía la certeza de que algún misterio fundamental se escondía ahí dentro, por lo que me dejé llevar: sentía que caía de cabeza dentro de un caldero enorme. Y su lengua se asomaba como un animal que llega olfateando tímidamente hasta la entrada de su guarida.

Sin dejar de besarnos nos acostamos en el sofá y empecé a acariciarle con fuerza los muslos y con cuidado la cola. Y mientras comenzaba a imaginármela desnuda y pensaba en caníbales y brujas, se alejó de mí empujándome hacia atrás con los brazos, giró la cabeza hacia un costado y estornudó, una vez, y luego otra y luego otra. Estornudos secos y cortos como pequeños latigazos que no lastiman.
- ¡Ay, perdón! Esto ya me pasó una vez, cuando…- dijo, y estornudó nuevamente sin terminar la frase. Aunque interpreté que era algo que le había pasado también con un hombre en una situación íntima.

Yo estaba excitado, pero podía esperar. Me encontraba, además, en un momento de la vida en el que tenía la guardia baja y no estaba en condiciones de exigirle nada a nadie. Pensé en lo vulnerables que éramos todos nosotros, por primera vez con optimismo después de mucho tiempo. Y entonces, mientras ella se miraba la palma de la mano izquierda como si se tratara de un rito para provocar el estornudo, y sin saber todavía si tendría o no sexo, si volvería a verla al día siguiente, o si me convertiría en su feliz y calvo esposo, agradecí en secreto a los organizadores del congreso por esta suerte de señal de que las cosas quizás mejoraran un poco para mí de ahora en adelante.

viernes, 7 de mayo de 2010

Revisionismo


¿Quién lo diría, no?, pero si hago un recorrido por nuestra historia veo que está llena de cosas soñadas. De cosas que yo soñaba cuando era más joven. Cuando era un joven lector, mejor. Mucha pasión, por ejemplo. Cuestiones que mejor ni contemos, porque tampoco somos tan ingenuos y porque además hay cositas que lo ponen colorado a uno. Pero como la pasión no es solo lubricación y manos que tapan bocas para que los vecinos no se levanten, también hay que decir que hubo cigarrillos que se apagaron en el brazo del otro, manoseos desagradables en medio de la fila del banco, y todo lo relacionado a la pasión que pertenece más a la columna del odio, que del amor.

También hubo de lo otro: tedio. Maridos que ignoran a sus mujeres por el fútbol y mujeres que ignoran a sus maridos porque sus amigos gays atraviesan un desengaño amoroso de fin de semana.

Planes, además: me la pasaba horas fantaseando con todo lo que compraría para los dos si ganaba la lotería o si teníamos éxito en algo.

Y hubo gloriosos días de heroicas borracheras, con cosquillas y chistes; y también con golpes e insultos, bilis y locura.

Hubo enfermedad también.

Y el amor que mantiene a la gente, a los animales, a los autos y a las plantas vivas en medio de todo.

Y si parte de lo que vivimos yo ya lo había leído en libros, tendría que decir entonces que la historia tuvo un cierre de película. O que al menos lo tuvo para mí, porque volví a mi casa manejando derrotado, metiendo los cambios sin fuerzas y con el cuerpo volcado hacia adelante; mientras me caían las lágrimas y la vista se me nublaba.

Llevaba anteojos negros, para que ningún tonto pudiera verme.

miércoles, 28 de abril de 2010

Charla conmigo mismo en un bar imaginario


- Cuando mi mamá estaba embarazada, mi papá le apostó a su suegra que yo iba a nacer varón. No sé qué tenía que pagar él si perdía; la cosa es que mi abuela terminó comprándole una caja de veinticuatro latas de Heineken. En esa época era una cerveza cara. Importada. Y las latas no eran de aluminio, blandas y hechas en Santa Fé como ahora. Seguramente uno podía pararse en un pie sobre ellas y resistían el peso. De todos modos, la familia tenía también otro motivo para estar conmovida por ese entonces aparte de mi futuro nacimiento. Mi tío Elías, el hermano de mi abuelo, estaba muy enfermo. En cama desde hacía días. Llamaron por eso a un doctor de la colectividad que lo revisó, lo auscultó, lo hizo toser, escupir y decir treinta y tres, le tomó la presión, le pidió análisis de sangre y análisis de orina, pero al final terminó sacando conclusiones más bien por los rumores que escuchó en esos días. Mi tío, que tenía más de cuarenta ya, llevaba varios años sin tener relaciones. El diagnóstico fue muy sincero: “Así como una planta sin agua se seca, lo mismo le pasa al varón sin sexo. Éste hombre se está secando por dentro. Necesita una mujer.”

- ¡Jajaja!

- ¡Jaj! Sí. Entonces todo el sionismo internacional se puso manos a la obra para conseguirle una mujer a mi tío. Pensaron en una tal Sara primero. Pero a pesar, o justamente no sé, de que forman parte de una tradición tan machista como para considerar que en un rezo dos mujeres equivalen a un hombre, la descartaron rápidamente. Al parecer era verdaderamente fea y gorda. O sea que por lo menos entendieron que una mujer no se reduce a una vagina nada más. Después pensaron en una tal Élida, una chica desgarbada y tímida. También la descartaron. Medio que era demasiada poca cosa y mi tío necesitaba alguien que además lo atendiera. Era bastante inútil: no sabía pelar una naranja. Después…

- ¿Vos sabés?

- ¿Pelar una naranja? ¡Claro! No de manera perfecta, pero sí. ¿Qué te pasa? Bueno… sigo. Luego a mi abuelo le hablaron de una secretaria cordobesa llamada Raquel. Todas estas mujeres de las que te cuento tendrían más de treinta o treinta y cinco años, ¿no? Entonces se armó un viaje en el que mi abuela, mi mamá y mi tía, que eran las hijas menores, acompañaron a mi tío a Córdoba. Hicieron unas cuantas salidas todos juntos a parques, plazas, clubes y bares de la colectividad, pero Raquel terminó rechazándolo. Fue muy cortés e intentó no herirlo. Le dijo que no congeniaban. Mi tío se puso peor, nuevamente cayó enfermo. No podía levantarse de la cama. Hasta que finalmente, no sé quién recordó a la coqueta hija de un rabino catamarqueño que trabajaba de gerenta en un negocio de telas allá. Como mi familia era del rubro, se planeó un viaje de negocios a Catamarca en el que mi tío simularía ser un ayudante de mi abuelo para poder cruzarse con esta mujer. Perla se llamaba. No sé cómo, pero el contacto fue exitoso. La invitaron luego a Tucumán y se la recibió con una cena fastuosa. Uno de los niños de la familia la esperó en la entrada y señalándola con el dedo le gritó varias veces “¡puta!”, pero ella se mantuvo imperturbable en su tailleur verde oscuro. Hubo nuevamente paseos por aquí y paseos por allá, hasta que al cabo de un mes y medio, en otro evento fastuoso, celebraron sagrado matrimonio. Todo perfecto: Perla era gerenta, o sea que algo sabía hacer; y era elegante y de muy buena figura, a pesar de su pasión por las porciones de selva negra.

- Final feliz.

- No sé en realidad. Al tiempo mi tío descubrió, con amargura y algo de odio, me imagino, que Perla no era muy predispuesta al sexo. Digamos que le repugnaba. Y no estoy muy seguro pero me parece que mi tío tuvo que empezar a frecuentar prostitutas.

- Si no se secaba de nuevo. Pero al menos encontró compañía.

- Claro. Tenía un latiguillo para terminar las frases: “¿Me comprende?” decía y se frotaba las manos a cada rato.

- ¿Así?

- Sí, así…pero no era esto lo que te quería contar en realidad. No era lo más importante ¿De qué te empecé hablando?

- Hummm… de la apuesta de tu papá y tu abuela creo.

- ¡Ah, cierto!... Sí. No, que me llama la atención que mi papá tuviera en el momento de la apuesta casi la misma edad que tengo yo ahora. Incluso creo que era un poco más joven. Es interesante ¿No te parece?



4/2010

martes, 27 de abril de 2010

A ningún lado, lleno de obstáculos



Estaba recostado en su cama, mirando la tele un poco inquieto por el calor y la humedad, y sin saber qué disco tenía ganas de escuchar, cuando sonó el teléfono. Bajó el volumen de la tele y estiró su brazo hasta la mesa de luz para atender.
-¿Hola?
-Hola, ¿qué hacés?- dijo la voz de una chica que conocía.
-Nada, ¿vos?- respondió él en tono casual. Hizo silencio y se rascó la barba.
-Nunca puedo guardar un secreto. Soy muy mala para eso.
-Disculpáme, - la interrumpió- ¿es sobre algo que ya me contaste o algo que me estás por contar?
-Que te voy a contar- aclaró ella, y sin darse tiempo a respirar siquiera, agregó apresurada-: Ayer en la casa de Daniel le robé una lata de choclos.

Él pensó un rato. Se dibujó en su cabeza una lata de choclos.
-No es grave- dijo- En todo caso, si algo te preocupa será: ¿por qué lo hiciste? Perdón, no te estoy dejando hablar. ¿Te preocupa?
-No sé, no sé, me siento muy mal. Pero… ¿viste cuando le revisábamos la cocina y tenía esa alacena llena de cosas…? – dijo nerviosa y acelerada-. No se va a dar cuenta.

Se acomodó mejor en la cama. La sintió húmeda por la transpiración e intentó ver si había algún cd en el equipo de música para disparar desde la cama con el control remoto. Pero no había ninguno. Estaba empezando a ponerse más ordenado con el correr de los años. Cada cd en su caja y nunca dejar uno en el equipo cuando no se lo usaba. Además de mantenerlo apagado en esos momentos.
-Llegué a mi casa- siguió hablando ella- y me puse a comerlo. A Daniel no le debe ni gustar.
-No es grave. Pero es raro.
-Creo que estoy tomando mucho. El incidente en el bar, esto… no sé- dijo afligida y en busca de consuelo.
-Uno siempre puede recuperarse. Volver a ser un machado socialmente aceptado y agradable.
-Seguro.
Hubo un silencio y se despidieron. Ella tomó la iniciativa.

Los sábados eran días realmente aburridos para él. Ni siquiera podía ver fútbol a la tarde por el receso de vacaciones. Tendría que esperar hasta las ocho para el Torneo de Verano; pero eran partidos espantosos, con tribunas vacías y mayoría de suplentes en los equipos, por lo que se la pasaba haciendo zapping sin ver nada.

El teléfono sonó otra vez. Rara vez sonaba durante la semana, todos los llamados parecían acumularse el sábado y el domingo. Era Viviana, una compañera de la facultad. No había muchas mujeres en su vida, pero sentía con seguridad que ella sí estaba interesada en él, a pesar de que saliera con un compañero en común.

Viviana hablaba trabándose con la lengua y rápido, y él no le entendía muy bien lo que decía.
-¿Ah? ¿Estás borracha?- le preguntó. Sospechaba que se encontraba en medio de una resaca furibunda o tomando desde temprano, o ambas cosas.
-No, ¿por?
-Se siente rara tu voz. Demasiadas ondulaciones. Firuletes de alguien que está tomando.
-Bueno- dijo ella-, estoy tomando un poco de Fernet que compró el papá del Chino.
-¿Estás con el Chino?
-No, estoy sola. El Chino tiene entrenamiento-. Él sintió que había algo muy triste en todo esto, en el ambiente, en su tono de voz. Podía sentirlo incluso en su propia garganta- Si te cuento algo,- continuó ella- ¿no le contás a nadie, pero a nadie?
-Dale. Ni hace falta que me digas.
-Bueno, pero en serio ¿no? El sábado estábamos en la terraza de Silvina tomando, antes de ir al cumpleaños de su hermano, y empezamos a hablar de sexo y experiencias y Ana preguntó si alguna vez habíamos besado a una chica. Y entre una cosa y otra nos besamos entre las tres…

Él esperó unos segundos para ver si continuaba el relato y dijo:
-Así que… ¿cuál es el problema?
- Y después nos empezamos a tocar… No sé para qué te cuento, a ustedes les encanta eso.
-En parte sí y en parte no.
-¿Cómo que en parte sí y en parte no?- inquirió ella, pero no parecía estar verdaderamente interesada en la explicación.
-No importa, ¿te gustó?
-No mucho, me sentía incómoda. Estoy arrepentida ¿Es muy malo?
-No, no pasa nada- dijo, aunque sintió que podía jugar con ella con un poco de malicia y sugerir que más allá de lo sexual le había sido infiel al novio, pero prefirió callar. No valía la pena además, ella lo iba a ignorar e iba a continuar hablando de sus peleas con el padre y de cómo su mamá le había recomendado que dejara al Chino y volviera a pasar más tiempo con sus amigas. O de cómo el Chino seguía igual de distante y de que no entendía cómo seguían juntos y que creía que le había metido los cuernos el jueves cuando…

Se despidieron. Volvió a acomodarse en la cama húmeda y se puso a hacer zapping con la tele sin volumen. Se sentía terrible. Todo le parecía deprimente y llano, todo transcurría sin el menor brillo. No tanto por las historias que escuchaba. No, en definitiva algunas eran divertidas, pero sospechaba que lo que estaba detrás de las historias era algo oscuro, algo llano y sin brillo. Así era la vida de todos. Había veces en las que pensaba que las mujeres que conocía estaban locas, que no sabían qué querían hacer al día siguiente siquiera. Le pasaba sobre todo con la novia del Chino. A Luciana la conocía más y la quería, pero también sospechaba.

El teléfono volvió a sonar.
-¿Hola?
- En realidad no te llamaba sólo por lo de la lata- era Luciana de nuevo. Y se la sentía más tranquila ahora.
- ¿Por qué entonces?
- Te extraño- dijo ella y él no se sorprendió demasiado. No porque conociera sus sentimientos al detalle, por el contrario, esas últimas semanas la había sentido extraña y lejana. “Es porque con ella es así, simplemente es así”, pensó y encontró una especie de alivio en esa explicación.
- Yo también- dijo- Pero me parece mejor lo que venimos haciendo estos meses- Luego de una pequeña pausa agregó-: Te quiero cuidar de mí.
- ¿Por qué? ¿Qué me hacés de malo? ¿O qué te hago yo a vos? Ya sé que nos cuesta estar juntos…
- Lo que pasa es… que no sé… De vuelta estoy en crisis. Estoy en una crisis.
-¿Y? Siempre tenés tus crisis.
-Pero con vos no tuve crisis como ésta. Ésta es como las de antes de conocerte. De vuelta pienso como antes de la vida- dijo, sin poder ocultar su angustia.
- ¿Cómo es eso?
- Que no vamos, o que no voy yo al menos, a ninguna parte con la vida. Y que encima está llena de obstáculos. Una mierda. No me interesa sufrir ad-honorem.
- No digás esas cosas feas.
- Bueno- dijo un poco avergonzado por el tono dramático que le había puesto a sus palabras.
- En serio.
- Bueno, sí. Te prometo.
- Vení a visitarme. Ya estoy por regalar los perritos y vos no los conocés todavía.
-Bueno. Más tarde, como a las ocho, ¿sí?
-Dale, te espero. Chau, un beso.
-Chau.

Colgó, volvió a hacer zapping y se preguntó si en su casa Luciana le dejaría ver el partido.

lunes, 22 de marzo de 2010

Ruidos

Es de noche como todos los días, es un poco tarde y ya estoy en la cama. Y en un primer nivel de cercanía, afuera en el patio se escucha a unos gatos cogiendo. Los sonidos vienen desde la derecha, teniendo a mi cama, dándoles la espalda, como referencia. O sea, mi derecha. Antes, cuando escuchaba a los gatos y no me dejaban dormir, abría la ventana y se iban, ni siquiera puteaba; me veían - porque siempre hacen eso primero, siempre miran - y se iban. Cuando me enteré que a esa clase de maullido horrible lo hacían cuando cogían, dejé de molestarlos. Molestarlos sería un acto de envidia casi. Tampoco es que me paso la noche en vela hundiendo la cabeza en la almohada, girando sin poder dormir; simplemente subo un poco el volumen de la música que estoy escuchando. No es tan importarte no poder dormirse temprano los días de semana para estar bien a la mañana y menos si lo que tenés que hacer es interrumpir a dos haciendo el amor, porque justamente el levantarse temprano tiene que ver poco con el amor; la mayoría de las actividades que deben hacerse temprano tienen que ver poco con eso. Las actividades en sí. En todo caso decidirse entre hacer callar a los gatos o no, es una cuestión de principios. Un principio pragmático, relacionado con dormirse temprano para levantarse para hacer distintas obligaciones o un principio romántico, relacionado con dos haciendo el amor. Pero cuando están solo maullando, el maullido tradicional digo, no lo pienso mucho y los echo. Esa es otra cuestión.

En un segundo nivel de cercanía y más hacia la derecha también, se escuchan perros. Mis vecinos en general no tienen perros (o creo que no tienen) así que deben ser de otro barrio. De hecho es así, pero me cuesta imaginar exactamente de donde. Pasa lo mismo con unos bailes que supuestamente hacen algunos fines de semana, porque escucho la cumbia y el cuarteto a muy fuerte volumen pero no puedo imaginar exactamente de donde viene la música. Cuando era más chico creía que era en la Castro Barros; que las viejas sacaban las sillas a las veredas, cruzaban serpentinas en los postes de luz y se armaba el bailongo en la calle. Tenía amigos en esa cuadra pero por alguna razón nunca les preguntaba y nunca fui a ver si la fiesta era realmente ahí. Era como que me sentía poco para ellos, la suya sí era una calle barrial, con esos supuestos bailes, el galpón gigante del herrero, esas verjas en esas casas. Mi calle era distinta y yo no podía ser parte del carnaval. Lo mismo pasa con estos perros, no sé de donde vienen sus ladridos. Es como si hubiese un lugar paralelo durante las noches por esta zona, donde se arman bailes en las calles y los perros se la pasan ladrando todo el tiempo. Es una jauría increíble, debe extenderse por muchos lugares. Sería una mancha enorme en un mapa de Tucumán. Es como si estos hijos de puta estuvieran intercomunicados, planeando algo. Forman cadenas de discusión y ladran insistentemente. Es como el ruido del mar, como vivir cerca del mar. Un mar de perros. Como el ruido constante de la marea.

Los grillos están en todas partes y todo el tiempo. Encima, estuvimos haciendo reparaciones en las paredes por problemas de humedad y la casa está llena de ellos. Cuando era chico tenía un libro de cuentos sobre marcianos que decía que uno podía descubrirlos porque eran capaces de dormir plácidamente con grillos en su habitación. En cuanto a mí, creo que es el único insecto con el que tengo una buena relación. Cuando están en la pileta de la cocina y no pueden salir por que se les mojan las patas yo los ayudo. Será por que ellos y yo somos músicos sin ninguna clase de estudios.

Los autos también suenan pero ya es un poco tarde para escuchar al cinco y el camión de la basura pasó hace rato. Mi vecinito Nicolás llorando por alguna pesadilla y el padre que no me acuerdo ahora cómo se llama que llega al cuarto y prende la luz. Gente subiendo las escaleras en otras casas o ladrones caminando en mi techo. Murciélagos de juerga, el viento que hace chocar las ventanas. Otros ruidos provocados por nada, ruidos sin fuente, sin algo que los genere. Ruidos sin nombre.

Es increíble el ruido. Y pensar. El insomnio, pensar y escuchar los ruidos, darle vueltas a las cosas que están dadas vueltas ya. Cuando no puedo dormir me gusta escuchar los ruidos y pensar en vos ahora en tu cama. Pensar que estás con la cabeza hundida en tu almohada preferida, que estuviste viendo la tele hasta hace un rato, te vino el sueño, bostezaste, dijiste hasta mañana al que quedaba despierto de tu familia y ahora estás en la cama como yo. Y estás pensando como yo. Sería increíble que estuvieras pensando en mí. Pero en realidad no importa, es increíble de todos modos, también si estás durmiendo. Que una media esté empezando a salirse. Yo tengo ese problema y los pies muy fríos en invierno.

Es increíble pensar, y el ruido. Pensar en los ruidos. El ruido de tus ojos negros, el ruido de tu pelo y de tu piel. El ruido de tu respiración y del roce de tus piernas con la sábana. Es increíble tu pijama de invierno. Pensar en tu pieza, pero ni siquiera imaginarme cómo es, su decoración o sus muebles, simplemente pensar en vos en tu pieza. Pensar en tu letra, en todas las formas que debés tener de escribir tu nombre y las que podrías buscar para poner el mío. Vos sobre todos los ruidos nocturnos, en un primer nivel de cercanía. Más cerca incluso, que la oscuridad que ahora me rodea.

lunes, 15 de marzo de 2010

Cosas que le hacía Lucía a los bichos cuando era chica:

A las luciérnagas les separaba el cuerpo del abdomen luminoso.
A las hormigas negras las quemaba con la lupa. Según Lucía, gritaban. Las rojas también.
A las babosas les echaba sal. A los caracoles blancos y grandes los hervía para quedarse con la concha.
A un sapo le hincharon la lengua pinchándosela y luego lo lapidaron a ladrillazos.

Todas estas cosas las hacía con el primo. Por curiosidad.
Tenía un teléfono de juguete que armaba y desarmaba.
Esa es su argumentación.
No le gustaban los juegos típicos de la infancia. Mucho menos los de cumpleaños, como el juego de la silla.
Hoy le gustan mucho las hormigas y extraña a las luciérnagas. Y le tiene miedo a las cucarachas. Según su mamá, de chiquita las pisaba.
Todas estas cosas, como ya creo haber dicho, las hacía con su primo.

jueves, 11 de febrero de 2010

me gustaría
ser
el tipo con el que me engañás.
un guardia durmiendo cuando en la esquina roban un telecentro
o
un gato con ganas
de estornudar.

olor a nafta
me gustaría ser,
pelo mojado;
vos;
la suerte;
alguien que coge mucho.
me gustaría ser
el
que hizo un gol con la espalda.

túnez

una pesa de cien kilos de dibujos animados.
me gustaría
ser
la chica que gustaba
de mí en jardín;
alto;
las ganas de decir te amo y/o el que me envidia
y/o el tipo que tarda mucho en el baño.

me
gustaría
ser
yo
a los diez años,
una canción con trompetas y
los que duermen
ahora en China.
una mujer con un cuerpo infernal
o
el día en que naciste.

ser yo
es bastante incómodo.

devoto

fui a la
Iglesia de la Merced porque me
dolía mucho
el corazón,
planeaba
arrodillarme imitando a los otros
que estuvieran,
agachar la cabeza, cerrar los ojos, cruzar los dedos
y pedir que todo saliera bien,
pero llegué en plena misa
y si bien había dos chicas lindas
recién bañadas en la entrada
el Padre hablaba sobre la distribución de párrocos
en las diócesis
o de la distribución de
dioses en las parroquias
así que me fui un poco
desilusionado
con la vida
mas que nada
salí a olerle el pelo mojado a la noche
a buscar algún gatito para rescatar en la mermelada verde de los árboles
a convertirme en héroe
en tipo que sabe como se mueve
nunca nada pasa
a veces llueve

miércoles, 20 de enero de 2010

Tío



I -

Cuando tenía doce años y las clases ya habían terminado, les dije a mis viejos que tenía ganas de aprender a tocar la guitarra. Había hecho un muy buen año en la escuela así que sentía que mis deberes de hijo estaban cumplidos. Además, no tenía porque haber problemas, siempre habían sido muy generosos conmigo en la medida en que nuestra situación económica lo permitía.

Me contestaron que bueno, pero que también estaría bien si pensaba en buscarme algún trabajito en el verano. “No porque no podamos pagarte, sino para que vayas haciendo cosas por vos mismo también” me dijo mi mamá, y me pareció que tenía razón, que no estaba mal su idea.

Teníamos en la casa una guitarra criolla que había sido de mi abuelo y que nadie tocaba ya. No estaba en el mejor de los estados; había recibido más de un golpe y el diapasón estaba un poco levantado, pero como primer guitarra, estaba bien.

Al día siguiente a mi pedido, mi mamá me dijo que tenía un trabajo en mente: podía ir a pasar parte del verano en la casa de mis tíos y ayudarlos con el almacén, cosa que de tanto en tanto, cuando los visitaba, hacía. Así que acepté con gusto. Mi mamá habló con su hermano y arreglaron para que vaya desde los primeros días de enero y me quede hasta que tenga ganas o comiencen las clases.

Era lo mejor que me podía pasar en cierto modo, ya que siempre había una época durante el verano en la que mis vecinos y mis compañeros de escuela se iban de vacaciones, o que por alguna u otra razón no nos veíamos seguido; quizás tuviera mucho que ver el hecho de que no teníamos teléfono. Eso va cambiando a medida que uno crece, pero ni importa hablar de eso ahora. Yo iba bastante seguido a lo de mis tíos y tenía amigos en el barrio inclusive. Y yo los quería mucho a mis tíos. Eran mis padrinos y cuando eran recién casados y todavía no la habían tenido a Clarita, iba a dormir con ellos y me trataban como a un hijo. Ahora, que yo era más grande era distinto claro, pero seguía siendo el sobrino preferido.

Esperé con ansiedad que pasaran los últimos días de diciembre, aunque algunas noches de calor cuando no me podía dormir y la había pasado bien durante el día con los chicos del barrio, pensaba si en realidad no había hecho mal en aceptar el trabajo; tal vez estaba desperdiciando la juventud al trabajar en vacaciones. Pero a la mañana siguiente ya pensaba y me sentía diferente.

Mi tío se llamaba “Tío Ernesto” y era el único hermano de mi mamá. Era menor que ella y, si bien tenía unos treinta y tantos años, algunas veces lucía más viejo, porque bastantes canas inundaban su poco pelo y sus bigotes negros, transpiraba mucho sin olor y estaba excedido de peso. Respecto a lo último, él se justificaba diciendo que era porque cocinaba, y que todo buen cocinero tenía que probar lo que preparaba. Era cierto en definitiva y, claro, a nadie se le iba a ocurrir pedirle que dejara de cocinar, porque lo hacía muy bien. Sobretodo era un experto con las pastas y el asado.

Mis primeros días de trabajo fueron muy buenos y era bastante sencillo todo; les caía bien a los clientes y era rápido con las cuentas. No más veloz que mi tío, que había hecho un par de años en ciencias económicas, pero sí más que mi Tía. Para que todo fuera perfecto, los chicos que conocía en el barrio no se habían ido de vacaciones, así que todos los días nos veíamos un rato a la siesta o sino a la noche. Casi siempre por la noche, cuando yo me desocupaba totalmente tipo ocho u ocho y media, nueve, porque siempre había gente que iba tarde a comprar, o que se había olvidado de comprar algo más temprano.

Los chicos del barrio que yo conocía eran tres, y todos teníamos la misma edad. Carlos y Gustavo que iban a la Normal y Carolina que era compañera mía en la Comercio. Algunas veces cenaba en sus casas inclusive.

Como decía, todo marchaba bien y era muy fácil. Además, a pesar de que era un verano muy caluroso y húmedo, el interior del almacén era fresquísimo y nunca se juntaba demasiada gente. Y si eso pasaba era simplemente porque la gente se quedaba a conversar con uno. Pero como dije, nunca había tanta gente como para que el trabajo se tornara pesado. El barrio tenía una suerte de tiempo interno, que hacía que cada una de las familias necesitara ir en busca de víveres y productos sólo en pequeños grupos y éstos, a su vez, en forma sucesiva y no simultánea. Día a día comprendía también, que algunas personas habían nacido para tener almacenes y otras simplemente no; porque no se trataba de ser paciente o tolerante, o poder fingir interés por los temas de conversación que los vecinos planteaban, sino que todo eso tenía que ser parte de una disposición de espíritu natural en quien manejara un almacén. Había que sentir placer por todo eso, no era posible sostener una actuación, la gente de barrio tiene una peculiar sensibilidad en cuanto a relaciones humanas se trata.

Con mi tía también me llevaba a la perfección. Mi Tía Perla. Tenía casi la misma edad que su marido, pero lucía mucho más joven. Si bien, como dije antes, no era una luz con las cuentas –ni con la fiambrera, ni colocando las cosas en la bolsa- era bastante buena atendiendo, tratando con la gente. Era agradable al oído escucharla hablar con los vecinos y era a su manera bastante graciosa y humorista.

Cuando ya me había acostumbrado a la rutina, de repente pasó. Mi tía estaba acomodando unas botellas de Coca Cola de litro, y al verla, de inmediato nos llamó a mí y a mi tío. Se la podía observar con toda claridad, y en un comienzo hasta me vinieron ganas de reír y no asco como a mi tía. Flotaba, rodeada de burbujas que parecían darle vida. Pero estaba claro que estaba bien muerta. Una cucaracha muerta dentro de una botella de Coca Cola de litro.
-¡Qué vergüenza!- dijo mi tía- Tirála. Y no le contés ni a tus amigos Hernán, ¿no?

Después de decir eso se fue, era hora de ir a preparar el almuerzo. Pero mi tío se quedó pensativo y siguió así durante todo el día. A la noche tuve que aguantarme para no contarles a los chicos. Se los contaría, pero después. En definitiva, no tenía nada que ver con el almacén, no podía perjudicarnos de ninguna forma. Nosotros no éramos los que habíamos dejado entrar una cucaracha ahí. Eran los de la Coca.

Esa noche no pude dormir muy bien. Me entretuve pensando cómo había hecho para llegar ahí la cucaracha. Mis tíos tampoco durmieron bien, se quedaron hablando – en algunos momentos me pareció que discutiendo- hasta tarde.

Un par de días después mi tío me levantó un poco más temprano que de costumbre y me pidió que lo acompañara a un lugar.
- Después te explico – me dijo cuando le pregunté que adónde íbamos.

Salimos en su moto Siambreta y tras un corto viaje de cinco minutos, llegamos hasta la planta embotelladora de Coca Cola, que quedaba por la ruta 38 camino al Manantial. Pero no me explicó nada, ni por qué pidió hablar con el gerente, ni por qué lo hicieron pasar sólo a él a la oficina del gerente, ni por qué nada. Yo me entretuve viendo distintos posters de Coca, Fanta, y Sprite de diferentes épocas.

Después volvimos a la rutina, aunque algo había cambiado: mi tío parecía más feliz y excitado que de costumbre. Los fines de semana por lo general yo volvía a mi casa, pero siempre que había algún partido mi tío me llevaba a la cancha. Como yo era más bien petiso no me preguntaban la edad y todavía pagaba seguro, Carlos por ejemplo, tenía once, pero parecía más grande, así que siempre tenía que llevar los documentos. Mi tío era de San martín y siempre trataba de convencerme para que me cambiara de club. Se burlaba de mi papá y decía que éramos todos unos “ojitos verdes” que no sabíamos lo que era jugar en Primera. Era divertido escucharlo y hacerle la contra y, además, cuando hablaba de mi viejo se notaba que lo hacía con cariño.

Como el club Villa Luján quedaba a tres cuadras de la casa, también íbamos a ver básquet y una vez a una exhibición de karate. Nunca me llevó a ver rugby a pesar de que el había jugado cuando era joven, pero eso me llamó la atención mucho tiempo después y no en ese momento. Lo del rugby le servía de excusa para lo del peso. Decía que después de tantos años de sacrificarse como deportista ahora se podía dar los lujos comiendo como quisiera. “Además ya estoy casado ¿a quién tengo que presumirle?”. Mi tía decía que a ella.

A mi tía en cambio, no se la veía muy excitada por esos días. En realidad, se la veía igual que siempre.

Mi vida en el almacén seguía bien. Algunas veces me sentía muy a gusto, o al menos no tenía de qué quejarme. Otras veces se convertía en algo mágico. Quizás no para tanto, pero si sentía uno una extraña emoción cuando, por ejemplo, entraba en el almacén alguien que no era del barrio. Era como una especie de reto el atender correctamente al forastero. ¿Cómo había llegado aquí? Me divertía tratando de adivinar “a través” de la cara cómo estaban de estado de ánimo nuestros clientes. En cuanto a los chismes, mi relación con ellos era ambigua, o mejor dicho, dual: algunas veces me divertían (de tanto en tanto me interesaban bastante) y otras veces me eran indiferentes. Pero eso sí, como con los que siempre hablaban eran con mis tíos y no conmigo, yo hacía como que no escuchaba.

Una semana después del incidente de la cucaracha, mi tío me pidió que lo acompañara nuevamente a la Coca. Y esta vez me explicó lo que no había hecho antes, aunque terminé entiendo más que nada gracias a mi propio esfuerzo. Sus comentarios eran oscuros e inconexos: “La Coca es una empresa mundial”. Y el camión de la Coca fue al almacén un día después de la primera visita. “Una mala publicidad, una noticia desfavorable en La Gaceta o en TV Prensa sería algo malo. No afectaría gran cosa... ¡ja!... ¡ja!... claro, pero justamente les va tan bien porque están en todo, no descuidan ningún detalle”. Y el camión de la Coca dejó más botellas esa vez. “No es nada ilegal lo nuestro, ellos seguro que no cumplen con las normas básicas de higiene que exige el Ministerio”. Y en la segunda visita a la planta embotelladora me regalaron la colección completa de vasos de la Pantera Rosa, Brigada “A” y de Blancanieves. Ya era un poco grande, pero fue un regalo increíble.

Había secretos en la familia, o más bien cosas de las que no era agradable o conveniente hablar. En realidad no era necesario hacerlo, porque de un modo u otro estaban presentes en la cabeza de los adultos o en el mismo aire viciado durante algunas reuniones familiares: la rara muerte del hermano de mi papá cayendo de un tercer piso, o la de una primita que se había ahogado en una pileta del Club Médico, el cáncer de la tía Susana o la sexualidad del primo Rubén. Cosas que habían pasado cuando yo era bebé, según mis padres. Aunque sin ese dramatismo, lo de la cucaracha en la Coca pasaría a engrosar la lista.



II -

Comenzando Febrero hicimos una fiesta en la casa de Carolina.

Noche tras noche, cuando nos despedíamos después de juntarnos a charlar en los banquitos de la plaza, yo volvía a la casa, veía un poco de tele solo o con mi tío en el living, y me iba a acostar. Pero tardaba bastante en poder dormir. Y eso era porque pensaba mucho en Carolina. Me había gustado desde siempre, no hace falta decir más. Y estaba mi ansiedad constante por terminar de atender el almacén y cenar rápido para juntarme con ella y los chicos. Aunque muchas veces la veía por la tarde, porque la entrada del almacén parecía estar lista siempre para recibirla. Realmente eso es algo que no sucede, digo, el desear algo y que eso se cumpla. Me imaginaba y deseaba a cada rato que Carolina entrara y, de repente, lo hacía, aparecía por la puerta con una sonrisa saludando a todos. Otras veces iba su mamá, con la que me llevaba de maravillas. ¿Eso significaba algo? ¿Había hablado Carolina de mí con ella?

La cosa es que me quedaba en la cama planeando qué decirle al otro día, y sobre todo si era conveniente largármele y cuándo. ¿Y cómo? Me entusiasmaba con determinadas frases y hasta tenía el impulso de encender el velador de la mesita para anotarlas en algún papelucho porque desconfiaba de mi memoria, pero cuando parecía que una frase ya estaba decidida y firme y se la iba a decir a Carolina, la analizaba tomando distancia, la practicaba en mi mente tantas veces, la modificaba, que en vez de naturalizarse y aparecer como la frase correcta, se volvía fuera de lugar, algo que después me daría vergüenza haberlo dicho, una suma de palabras ¡que me avergonzaban ya, ahí mismo en la cama! ¿¡Cómo se me podía haber ocurrido que eso podía gustarle!? Hasta sería justo que se riera de mí.

Ese proceso minucioso y despiadado de analizar las frases con un rigor extremo, mirándolas de un lado y de otro como alguien que está por comprar un auto usado y desconfía de su estado, hacía que antes de caer en el sueño ninguna de las cinco o diez frases que se me habían ocurrido en mi viaje nocturno terminaran con vida. Pero por lo menos yo parecía un chico ocurrente.

Horas antes de la fiesta, sin ningún plan en el bolsillo, se me ocurrió que ese podía ser el plan: no tenerlo, y que al enfrentar a Carolina las frases surgieran de alguna parte. Podía tomar algo de alcohol, comprar a escondidas con los chicos, pero no parecía viable. ¿Cómo les explicaría que era para tomar coraje para hablar con Carolina? ¿Y si a Carlos o a Gustavo también les gustaba Carolina?

El baile estuvo bien. Habíamos invitado a gente del barrio y a algunos compañeros de los chicos que no habían salido de vacaciones. Los varones llevaron gaseosa y las chicas papas fritas, chizitos, palitos fritos y la madre de Carolina hizo sanguchitos. Por supuesto que nadie bailaba. Eso con respecto a los otros. Con respecto a mí, puedo asegurar que nunca en mi vida había estado tan nervioso. Iba a cada rato al baño a revisar mi peinado y me decía en voz baja “Ahora, vamos. Ahora o nunca”. Tenía que acercarme, decirle que demos una vuelta por el jardincito, y empezar a hablar. Y todo saldría bien, no podía ser tan difícil y yo era un chico ocurrente. Ahí, caminando entre los dos naranjos, nos detendríamos y tras alguna frase inolvidable nos besaríamos. Eso también tenía que pasar sin pensar mucho. Pero Carolina charlaba con todo el mundo y me dedicaba muy poca atención. Era imposible quedarme a solas con ella. Por su culpa. Entonces me di cuenta que esa no era la forma ni el lugar indicado, en medio de una fiesta en un jardín chiquito, con más de quince personas. ¿Y si Carlos o Gustavo gustaban de ella, y ella de mí, pero no quería herirlos, besarme y decirme que sí enfrente de todos? Y si me decía que sí ¿era seguro que nos besaríamos?

Lo resolví de la mejor forma. Uno de estos días de la semana próxima, a la noche, estando solos, cosa que pasaba algunas veces, me le largaría. Sería muy cómodo para ella y eso era lo más importante para una chica, que la hicieras sentirse cómoda.

Al terminar el baile ayudamos a acomodar un poco las cosas, como buenos vecinos y caballeros, y nos volvimos a casa. Yo volvía distraído pensando en el plan para la largada definitiva a Carolina (no quedaba mucho tiempo tampoco) cuando sobre el techo de la casa, justo encima del almacén, vi dos figuras oscuras contra la noche negra. Dos tipos vestidos de pies a cabezas de color negro, hasta con pasamontañas. Me quedé quieto. Con el corazón latiendo con fuerza. Con tanto miedo que ni siquiera podía pensar en que me estaba portando como un cobarde. Quise gritarles, pero no salió nada de mi boca abierta. Solo una voluta de miedo. Uno de ellos se acuclilló y comenzó a hacer algo. No sé cuanto tiempo pasó pero intenté gritarles nuevamente:
- ¡Eh!



III -

Tras la segunda visita a la planta, el camión de Coca había llevado muchísimas más botellas que la primera vez, así que cuando éstas empezaron a acabarse y fue necesario ir por tercera vez, mis vacaciones ya estaban terminando. Recuerdo que cuando llegábamos a la entrada de la planta mi tío me dijo: “las cosas no tienen que angustiarlo a uno, no hay que tener miedo” .

Exactamente al otro día de que viera a los dos tipos en el techo y les contara a mis tíos, el teléfono empezó a sonar todo el tiempo, diez, quince veces por día. Al comienzo se quedaban callados unos segundos y cortaban, después empezaron a decir cosas, pero no sé qué cosas porque mis tíos no me dejaban atender.

Mi tía estaba muy mal, muy nerviosa. Un día se cortó un poco el dedo con la máquina de fiambres. Nunca vi tanta sangre en mi vida, ni en una película. Manchó todo el mostrador y el frasco con dulce de leche para vender suelto, pero gracias a Dios no fue nada más que un susto, sólo unos cuantos puntos. Yo tuve que quedarme con Clarita tranquilizándola mientras mi tío la llevaba al hospital. Me preguntaba si su mamá iba a ir al cielo.

Una semana antes de que terminaran las vacaciones, volví a mi casa. Seguramente mis tíos les habían contado la situación a mis padres. Supongo que fue así, porque no pregunté nada; mis padres fueron a almorzar un domingo y me dijeron que ya era hora de que regresara. Hice el bolso a la siesta y nos volvimos. Mi plan con Carolina tenía que postergarse nuevamente. Eso me entristeció y me relajó a la vez.

Lo recuerdo muy bien, porque fue en el almuerzo después del primer día de clases. El teléfono sonó y mi papá fue a atender. Puso cara seria y sólo decía “sí, sí, bien, bueno” y cosas así. Volvió a la mesa y nos contó que habían entrado ladrones a casa de mis tíos pero que ellos estaban bien.

Estuve a punto de preguntar si se habían llevado eso. Pero estaba demasiado claro. Comimos en silencio hasta que mi papá empezó a contar un incidente con un compañero de trabajo. Tuvieron que pasar unos cuantos años para que, cada vez que visitaba a mis tíos, la visión de la cortadora de fiambres, de las botellas de coca, del frasco de aceitunas y de las cajas de galletas, no me hiciera sentir cierta angustia o una sensación de extrañeza.

miércoles, 13 de enero de 2010

"Montaña rusa"


Estaba con Alejandro y Patricio viendo esa serie para adolescentes y sonó el teléfono. Era Hernán diciéndome: “Germán, no voy a ir a clases porque mi hermana está en el hospital. Se disparó en la cabeza con la pistola de mi papá. Te quería pedir que dijeras en el colegio que no voy a ir. Pero no digás que es por eso, decí que estoy enfermo. ¿Ah? ¿Puede ser?”. “Sí, claro” le dije yo. “Por favor, no digás nada ¿no?”. “Quedate tranquilo, no voy a decir nada”.

Volví al cuarto con los chicos. Me deprimía mucho ver ese programa, que empezara a hacerse de noche, que los chicos hablaran del boliche y de las cosas que hacían sin mí. No les dije nada, tampoco a mis papás. Me dormí pensando en eso pero no sé qué.

Cuando llegué al colegio todos sabían. Lo mismo yo no dije nada. Me acuerdo que el Tano estaba como entusiasmado o algo así. Gabriela, que no tenía mamá y parecía una chica más grande, les contaba a todos y les explicaba.

La rectora entró al curso con los ojos llorosos y empezamos a hablar sobre qué íbamos a hacer. Supongo que por mi timidez dije que lo mejor era no ir todos juntos, porque así más que ayudar, molestábamos. El curso entero estaba en contra, así que tomamos todos un 102 hasta el hospital Padilla.

El parcial de Biología era ese día y obviamente se había suspendido. En el colectivo Mariana me mostró unas pastillas que iba a tomar con el estómago vacío para descomponerse y no rendir. Biología con la Bustos fue la materia más difícil de toda la secundaria.

Al llegar hicimos tiempo en la plaza. Verónica también tenía la madre muerta y también parecía alguien mayor. Era como que ella y Gabriela sabían algo que nosotros no sabíamos. Bastaba con mirarlas hablando o en silencio ahí en la plaza. Durante esa semana todos los demás desplegamos un repertorio de gestos y comentarios para sentirnos un poco héroes o maduros.

Cuando apareció Hernán le dimos un abrazo y fuimos hasta uno de los pasillos del hospital. De casualidad me senté al lado suyo. Con lo que le quedaba de dulzura me preguntó: “¿Vos les dijiste?”. “No, llegué y todos sabían”, le respondí yo.

miércoles, 6 de enero de 2010

El egipcio

Consiguió el trabajo por el viejo, que era amigo desde hacía tiempo de uno de los empleados más antiguos de la empresa. Vendían maquinaria agrícola. Toda su labor consistía en salir en la moto o en la camioneta del negocio a comprar algún repuesto que un cliente necesitara con urgencia y que en ese momento no tuvieran, o en comprar cosas para el negocio mismo, como la comida del almuerzo o cualquier otra diligencia que se presentara. Muchas veces también, ayudaba a los otros empleados a llenar papeles. La mayoría de ellos le tomaron cariño rápidamente, inclusive el jefe, que era uno de los que más conversación le daba.

Le gustaba mucho manejar, sobre todo cuando le daban la camioneta, aunque también le divertía ayudar con los papeles. Pero su letra era verdaderamente espantosa. Jeroglífica. Nadie la entendía y se revolcaban de risa en el intento. Lo empezaron a apodar por eso: el egipcio. No representaba al cielo en forma de una vaca colosal subida al pedestal de la tierra con la vista a Occidente ni consideraba que el demiurgo había hecho surgir todo del caos inicial, creando de una misma sustancia a dioses y hombres. Sólo que su letra era indescifrable. Era una sucesión de rulos temblorosos amontonados que invadían mutuamente sus lugares. Una letra sobre otra. Es cierto, hay caligrafías que carecen de arte u armonía pero que en definitiva resultan legibles. La del egipcio era una degeneración total, doblemente mala, porque era desastrosa y tampoco se la entendía ni un poco. Como una mujer que no satisfecha con ser fea, es aburrida además. La ortografía tampoco ayudaba en el proceso de decodificación; era pésima.

El día del asalto, en el momento en que los ladrones entraron, él estaba fuera haciendo unas compras. Pero regresó promediando el crimen y cayó en cuenta de la situación cuando ya estaba dentro del galpón-oficina de la empresa a la vista de todos. Cometió la torpeza de intentar escapar y las dos únicas balas que se dispararon esa mañana fueron a parar a su cuerpo. Una en la nuca y la otra en la espalda, destruyéndole el pulmón izquierdo. Uno de los ladrones, no el que disparó, corrió el cuerpo desangrándose un poco más adentro, cerró el portón y empezó a insultar y amenazar al resto de los empleados. El charco de sangre asomaba hacia fuera por debajo del portón, como para que la policía no pudiera decir que había tardado en localizar el lugar.

A pesar de estar nerviosos en extremo y más apurados, los ladrones sólo repartieron algunos puntapiés al contador que seguía en el piso y más insultos y amenazas. Sabían que todo estaba casi perdido. La comisaría estaba a tres cuadras. Cinco minutos después de los disparos llegó la policía. Un cliente que en el momento del ingreso de los ladrones se hallaba detrás de una repisa con repuestos cerca de la entrada era quien había alertado a la ley después de salir del local a la espalda de los delincuentes. Se entregaron media hora después. Amenazaron con empezar un tiroteo, con tomar rehenes; pero finalmente se entregaron sin violencia.

Más de la mitad del sepelio y del entierro se pagaron con plata de la empresa y todos los empleados fueron a la sala de recepción y al cementerio con excepción del contador que había terminado con una costilla rota por las patadas y se le había recomendado reposo. Mandó, de todos modos, un hermoso arreglo floral. En la lápida se podía leer el nombre del egipcio y debajo el año de su nacimiento y el que estaba transcurriendo.

El chico que, dos semanas después, contrataron en reemplazo del egipcio era un par de años mayor y trabajaba correctamente. Y su letra era más que decente. La palma de su mano revelaba que tendría una larga vida.