miércoles, 20 de enero de 2010

Tío



I -

Cuando tenía doce años y las clases ya habían terminado, les dije a mis viejos que tenía ganas de aprender a tocar la guitarra. Había hecho un muy buen año en la escuela así que sentía que mis deberes de hijo estaban cumplidos. Además, no tenía porque haber problemas, siempre habían sido muy generosos conmigo en la medida en que nuestra situación económica lo permitía.

Me contestaron que bueno, pero que también estaría bien si pensaba en buscarme algún trabajito en el verano. “No porque no podamos pagarte, sino para que vayas haciendo cosas por vos mismo también” me dijo mi mamá, y me pareció que tenía razón, que no estaba mal su idea.

Teníamos en la casa una guitarra criolla que había sido de mi abuelo y que nadie tocaba ya. No estaba en el mejor de los estados; había recibido más de un golpe y el diapasón estaba un poco levantado, pero como primer guitarra, estaba bien.

Al día siguiente a mi pedido, mi mamá me dijo que tenía un trabajo en mente: podía ir a pasar parte del verano en la casa de mis tíos y ayudarlos con el almacén, cosa que de tanto en tanto, cuando los visitaba, hacía. Así que acepté con gusto. Mi mamá habló con su hermano y arreglaron para que vaya desde los primeros días de enero y me quede hasta que tenga ganas o comiencen las clases.

Era lo mejor que me podía pasar en cierto modo, ya que siempre había una época durante el verano en la que mis vecinos y mis compañeros de escuela se iban de vacaciones, o que por alguna u otra razón no nos veíamos seguido; quizás tuviera mucho que ver el hecho de que no teníamos teléfono. Eso va cambiando a medida que uno crece, pero ni importa hablar de eso ahora. Yo iba bastante seguido a lo de mis tíos y tenía amigos en el barrio inclusive. Y yo los quería mucho a mis tíos. Eran mis padrinos y cuando eran recién casados y todavía no la habían tenido a Clarita, iba a dormir con ellos y me trataban como a un hijo. Ahora, que yo era más grande era distinto claro, pero seguía siendo el sobrino preferido.

Esperé con ansiedad que pasaran los últimos días de diciembre, aunque algunas noches de calor cuando no me podía dormir y la había pasado bien durante el día con los chicos del barrio, pensaba si en realidad no había hecho mal en aceptar el trabajo; tal vez estaba desperdiciando la juventud al trabajar en vacaciones. Pero a la mañana siguiente ya pensaba y me sentía diferente.

Mi tío se llamaba “Tío Ernesto” y era el único hermano de mi mamá. Era menor que ella y, si bien tenía unos treinta y tantos años, algunas veces lucía más viejo, porque bastantes canas inundaban su poco pelo y sus bigotes negros, transpiraba mucho sin olor y estaba excedido de peso. Respecto a lo último, él se justificaba diciendo que era porque cocinaba, y que todo buen cocinero tenía que probar lo que preparaba. Era cierto en definitiva y, claro, a nadie se le iba a ocurrir pedirle que dejara de cocinar, porque lo hacía muy bien. Sobretodo era un experto con las pastas y el asado.

Mis primeros días de trabajo fueron muy buenos y era bastante sencillo todo; les caía bien a los clientes y era rápido con las cuentas. No más veloz que mi tío, que había hecho un par de años en ciencias económicas, pero sí más que mi Tía. Para que todo fuera perfecto, los chicos que conocía en el barrio no se habían ido de vacaciones, así que todos los días nos veíamos un rato a la siesta o sino a la noche. Casi siempre por la noche, cuando yo me desocupaba totalmente tipo ocho u ocho y media, nueve, porque siempre había gente que iba tarde a comprar, o que se había olvidado de comprar algo más temprano.

Los chicos del barrio que yo conocía eran tres, y todos teníamos la misma edad. Carlos y Gustavo que iban a la Normal y Carolina que era compañera mía en la Comercio. Algunas veces cenaba en sus casas inclusive.

Como decía, todo marchaba bien y era muy fácil. Además, a pesar de que era un verano muy caluroso y húmedo, el interior del almacén era fresquísimo y nunca se juntaba demasiada gente. Y si eso pasaba era simplemente porque la gente se quedaba a conversar con uno. Pero como dije, nunca había tanta gente como para que el trabajo se tornara pesado. El barrio tenía una suerte de tiempo interno, que hacía que cada una de las familias necesitara ir en busca de víveres y productos sólo en pequeños grupos y éstos, a su vez, en forma sucesiva y no simultánea. Día a día comprendía también, que algunas personas habían nacido para tener almacenes y otras simplemente no; porque no se trataba de ser paciente o tolerante, o poder fingir interés por los temas de conversación que los vecinos planteaban, sino que todo eso tenía que ser parte de una disposición de espíritu natural en quien manejara un almacén. Había que sentir placer por todo eso, no era posible sostener una actuación, la gente de barrio tiene una peculiar sensibilidad en cuanto a relaciones humanas se trata.

Con mi tía también me llevaba a la perfección. Mi Tía Perla. Tenía casi la misma edad que su marido, pero lucía mucho más joven. Si bien, como dije antes, no era una luz con las cuentas –ni con la fiambrera, ni colocando las cosas en la bolsa- era bastante buena atendiendo, tratando con la gente. Era agradable al oído escucharla hablar con los vecinos y era a su manera bastante graciosa y humorista.

Cuando ya me había acostumbrado a la rutina, de repente pasó. Mi tía estaba acomodando unas botellas de Coca Cola de litro, y al verla, de inmediato nos llamó a mí y a mi tío. Se la podía observar con toda claridad, y en un comienzo hasta me vinieron ganas de reír y no asco como a mi tía. Flotaba, rodeada de burbujas que parecían darle vida. Pero estaba claro que estaba bien muerta. Una cucaracha muerta dentro de una botella de Coca Cola de litro.
-¡Qué vergüenza!- dijo mi tía- Tirála. Y no le contés ni a tus amigos Hernán, ¿no?

Después de decir eso se fue, era hora de ir a preparar el almuerzo. Pero mi tío se quedó pensativo y siguió así durante todo el día. A la noche tuve que aguantarme para no contarles a los chicos. Se los contaría, pero después. En definitiva, no tenía nada que ver con el almacén, no podía perjudicarnos de ninguna forma. Nosotros no éramos los que habíamos dejado entrar una cucaracha ahí. Eran los de la Coca.

Esa noche no pude dormir muy bien. Me entretuve pensando cómo había hecho para llegar ahí la cucaracha. Mis tíos tampoco durmieron bien, se quedaron hablando – en algunos momentos me pareció que discutiendo- hasta tarde.

Un par de días después mi tío me levantó un poco más temprano que de costumbre y me pidió que lo acompañara a un lugar.
- Después te explico – me dijo cuando le pregunté que adónde íbamos.

Salimos en su moto Siambreta y tras un corto viaje de cinco minutos, llegamos hasta la planta embotelladora de Coca Cola, que quedaba por la ruta 38 camino al Manantial. Pero no me explicó nada, ni por qué pidió hablar con el gerente, ni por qué lo hicieron pasar sólo a él a la oficina del gerente, ni por qué nada. Yo me entretuve viendo distintos posters de Coca, Fanta, y Sprite de diferentes épocas.

Después volvimos a la rutina, aunque algo había cambiado: mi tío parecía más feliz y excitado que de costumbre. Los fines de semana por lo general yo volvía a mi casa, pero siempre que había algún partido mi tío me llevaba a la cancha. Como yo era más bien petiso no me preguntaban la edad y todavía pagaba seguro, Carlos por ejemplo, tenía once, pero parecía más grande, así que siempre tenía que llevar los documentos. Mi tío era de San martín y siempre trataba de convencerme para que me cambiara de club. Se burlaba de mi papá y decía que éramos todos unos “ojitos verdes” que no sabíamos lo que era jugar en Primera. Era divertido escucharlo y hacerle la contra y, además, cuando hablaba de mi viejo se notaba que lo hacía con cariño.

Como el club Villa Luján quedaba a tres cuadras de la casa, también íbamos a ver básquet y una vez a una exhibición de karate. Nunca me llevó a ver rugby a pesar de que el había jugado cuando era joven, pero eso me llamó la atención mucho tiempo después y no en ese momento. Lo del rugby le servía de excusa para lo del peso. Decía que después de tantos años de sacrificarse como deportista ahora se podía dar los lujos comiendo como quisiera. “Además ya estoy casado ¿a quién tengo que presumirle?”. Mi tía decía que a ella.

A mi tía en cambio, no se la veía muy excitada por esos días. En realidad, se la veía igual que siempre.

Mi vida en el almacén seguía bien. Algunas veces me sentía muy a gusto, o al menos no tenía de qué quejarme. Otras veces se convertía en algo mágico. Quizás no para tanto, pero si sentía uno una extraña emoción cuando, por ejemplo, entraba en el almacén alguien que no era del barrio. Era como una especie de reto el atender correctamente al forastero. ¿Cómo había llegado aquí? Me divertía tratando de adivinar “a través” de la cara cómo estaban de estado de ánimo nuestros clientes. En cuanto a los chismes, mi relación con ellos era ambigua, o mejor dicho, dual: algunas veces me divertían (de tanto en tanto me interesaban bastante) y otras veces me eran indiferentes. Pero eso sí, como con los que siempre hablaban eran con mis tíos y no conmigo, yo hacía como que no escuchaba.

Una semana después del incidente de la cucaracha, mi tío me pidió que lo acompañara nuevamente a la Coca. Y esta vez me explicó lo que no había hecho antes, aunque terminé entiendo más que nada gracias a mi propio esfuerzo. Sus comentarios eran oscuros e inconexos: “La Coca es una empresa mundial”. Y el camión de la Coca fue al almacén un día después de la primera visita. “Una mala publicidad, una noticia desfavorable en La Gaceta o en TV Prensa sería algo malo. No afectaría gran cosa... ¡ja!... ¡ja!... claro, pero justamente les va tan bien porque están en todo, no descuidan ningún detalle”. Y el camión de la Coca dejó más botellas esa vez. “No es nada ilegal lo nuestro, ellos seguro que no cumplen con las normas básicas de higiene que exige el Ministerio”. Y en la segunda visita a la planta embotelladora me regalaron la colección completa de vasos de la Pantera Rosa, Brigada “A” y de Blancanieves. Ya era un poco grande, pero fue un regalo increíble.

Había secretos en la familia, o más bien cosas de las que no era agradable o conveniente hablar. En realidad no era necesario hacerlo, porque de un modo u otro estaban presentes en la cabeza de los adultos o en el mismo aire viciado durante algunas reuniones familiares: la rara muerte del hermano de mi papá cayendo de un tercer piso, o la de una primita que se había ahogado en una pileta del Club Médico, el cáncer de la tía Susana o la sexualidad del primo Rubén. Cosas que habían pasado cuando yo era bebé, según mis padres. Aunque sin ese dramatismo, lo de la cucaracha en la Coca pasaría a engrosar la lista.



II -

Comenzando Febrero hicimos una fiesta en la casa de Carolina.

Noche tras noche, cuando nos despedíamos después de juntarnos a charlar en los banquitos de la plaza, yo volvía a la casa, veía un poco de tele solo o con mi tío en el living, y me iba a acostar. Pero tardaba bastante en poder dormir. Y eso era porque pensaba mucho en Carolina. Me había gustado desde siempre, no hace falta decir más. Y estaba mi ansiedad constante por terminar de atender el almacén y cenar rápido para juntarme con ella y los chicos. Aunque muchas veces la veía por la tarde, porque la entrada del almacén parecía estar lista siempre para recibirla. Realmente eso es algo que no sucede, digo, el desear algo y que eso se cumpla. Me imaginaba y deseaba a cada rato que Carolina entrara y, de repente, lo hacía, aparecía por la puerta con una sonrisa saludando a todos. Otras veces iba su mamá, con la que me llevaba de maravillas. ¿Eso significaba algo? ¿Había hablado Carolina de mí con ella?

La cosa es que me quedaba en la cama planeando qué decirle al otro día, y sobre todo si era conveniente largármele y cuándo. ¿Y cómo? Me entusiasmaba con determinadas frases y hasta tenía el impulso de encender el velador de la mesita para anotarlas en algún papelucho porque desconfiaba de mi memoria, pero cuando parecía que una frase ya estaba decidida y firme y se la iba a decir a Carolina, la analizaba tomando distancia, la practicaba en mi mente tantas veces, la modificaba, que en vez de naturalizarse y aparecer como la frase correcta, se volvía fuera de lugar, algo que después me daría vergüenza haberlo dicho, una suma de palabras ¡que me avergonzaban ya, ahí mismo en la cama! ¿¡Cómo se me podía haber ocurrido que eso podía gustarle!? Hasta sería justo que se riera de mí.

Ese proceso minucioso y despiadado de analizar las frases con un rigor extremo, mirándolas de un lado y de otro como alguien que está por comprar un auto usado y desconfía de su estado, hacía que antes de caer en el sueño ninguna de las cinco o diez frases que se me habían ocurrido en mi viaje nocturno terminaran con vida. Pero por lo menos yo parecía un chico ocurrente.

Horas antes de la fiesta, sin ningún plan en el bolsillo, se me ocurrió que ese podía ser el plan: no tenerlo, y que al enfrentar a Carolina las frases surgieran de alguna parte. Podía tomar algo de alcohol, comprar a escondidas con los chicos, pero no parecía viable. ¿Cómo les explicaría que era para tomar coraje para hablar con Carolina? ¿Y si a Carlos o a Gustavo también les gustaba Carolina?

El baile estuvo bien. Habíamos invitado a gente del barrio y a algunos compañeros de los chicos que no habían salido de vacaciones. Los varones llevaron gaseosa y las chicas papas fritas, chizitos, palitos fritos y la madre de Carolina hizo sanguchitos. Por supuesto que nadie bailaba. Eso con respecto a los otros. Con respecto a mí, puedo asegurar que nunca en mi vida había estado tan nervioso. Iba a cada rato al baño a revisar mi peinado y me decía en voz baja “Ahora, vamos. Ahora o nunca”. Tenía que acercarme, decirle que demos una vuelta por el jardincito, y empezar a hablar. Y todo saldría bien, no podía ser tan difícil y yo era un chico ocurrente. Ahí, caminando entre los dos naranjos, nos detendríamos y tras alguna frase inolvidable nos besaríamos. Eso también tenía que pasar sin pensar mucho. Pero Carolina charlaba con todo el mundo y me dedicaba muy poca atención. Era imposible quedarme a solas con ella. Por su culpa. Entonces me di cuenta que esa no era la forma ni el lugar indicado, en medio de una fiesta en un jardín chiquito, con más de quince personas. ¿Y si Carlos o Gustavo gustaban de ella, y ella de mí, pero no quería herirlos, besarme y decirme que sí enfrente de todos? Y si me decía que sí ¿era seguro que nos besaríamos?

Lo resolví de la mejor forma. Uno de estos días de la semana próxima, a la noche, estando solos, cosa que pasaba algunas veces, me le largaría. Sería muy cómodo para ella y eso era lo más importante para una chica, que la hicieras sentirse cómoda.

Al terminar el baile ayudamos a acomodar un poco las cosas, como buenos vecinos y caballeros, y nos volvimos a casa. Yo volvía distraído pensando en el plan para la largada definitiva a Carolina (no quedaba mucho tiempo tampoco) cuando sobre el techo de la casa, justo encima del almacén, vi dos figuras oscuras contra la noche negra. Dos tipos vestidos de pies a cabezas de color negro, hasta con pasamontañas. Me quedé quieto. Con el corazón latiendo con fuerza. Con tanto miedo que ni siquiera podía pensar en que me estaba portando como un cobarde. Quise gritarles, pero no salió nada de mi boca abierta. Solo una voluta de miedo. Uno de ellos se acuclilló y comenzó a hacer algo. No sé cuanto tiempo pasó pero intenté gritarles nuevamente:
- ¡Eh!



III -

Tras la segunda visita a la planta, el camión de Coca había llevado muchísimas más botellas que la primera vez, así que cuando éstas empezaron a acabarse y fue necesario ir por tercera vez, mis vacaciones ya estaban terminando. Recuerdo que cuando llegábamos a la entrada de la planta mi tío me dijo: “las cosas no tienen que angustiarlo a uno, no hay que tener miedo” .

Exactamente al otro día de que viera a los dos tipos en el techo y les contara a mis tíos, el teléfono empezó a sonar todo el tiempo, diez, quince veces por día. Al comienzo se quedaban callados unos segundos y cortaban, después empezaron a decir cosas, pero no sé qué cosas porque mis tíos no me dejaban atender.

Mi tía estaba muy mal, muy nerviosa. Un día se cortó un poco el dedo con la máquina de fiambres. Nunca vi tanta sangre en mi vida, ni en una película. Manchó todo el mostrador y el frasco con dulce de leche para vender suelto, pero gracias a Dios no fue nada más que un susto, sólo unos cuantos puntos. Yo tuve que quedarme con Clarita tranquilizándola mientras mi tío la llevaba al hospital. Me preguntaba si su mamá iba a ir al cielo.

Una semana antes de que terminaran las vacaciones, volví a mi casa. Seguramente mis tíos les habían contado la situación a mis padres. Supongo que fue así, porque no pregunté nada; mis padres fueron a almorzar un domingo y me dijeron que ya era hora de que regresara. Hice el bolso a la siesta y nos volvimos. Mi plan con Carolina tenía que postergarse nuevamente. Eso me entristeció y me relajó a la vez.

Lo recuerdo muy bien, porque fue en el almuerzo después del primer día de clases. El teléfono sonó y mi papá fue a atender. Puso cara seria y sólo decía “sí, sí, bien, bueno” y cosas así. Volvió a la mesa y nos contó que habían entrado ladrones a casa de mis tíos pero que ellos estaban bien.

Estuve a punto de preguntar si se habían llevado eso. Pero estaba demasiado claro. Comimos en silencio hasta que mi papá empezó a contar un incidente con un compañero de trabajo. Tuvieron que pasar unos cuantos años para que, cada vez que visitaba a mis tíos, la visión de la cortadora de fiambres, de las botellas de coca, del frasco de aceitunas y de las cajas de galletas, no me hiciera sentir cierta angustia o una sensación de extrañeza.

miércoles, 13 de enero de 2010

"Montaña rusa"


Estaba con Alejandro y Patricio viendo esa serie para adolescentes y sonó el teléfono. Era Hernán diciéndome: “Germán, no voy a ir a clases porque mi hermana está en el hospital. Se disparó en la cabeza con la pistola de mi papá. Te quería pedir que dijeras en el colegio que no voy a ir. Pero no digás que es por eso, decí que estoy enfermo. ¿Ah? ¿Puede ser?”. “Sí, claro” le dije yo. “Por favor, no digás nada ¿no?”. “Quedate tranquilo, no voy a decir nada”.

Volví al cuarto con los chicos. Me deprimía mucho ver ese programa, que empezara a hacerse de noche, que los chicos hablaran del boliche y de las cosas que hacían sin mí. No les dije nada, tampoco a mis papás. Me dormí pensando en eso pero no sé qué.

Cuando llegué al colegio todos sabían. Lo mismo yo no dije nada. Me acuerdo que el Tano estaba como entusiasmado o algo así. Gabriela, que no tenía mamá y parecía una chica más grande, les contaba a todos y les explicaba.

La rectora entró al curso con los ojos llorosos y empezamos a hablar sobre qué íbamos a hacer. Supongo que por mi timidez dije que lo mejor era no ir todos juntos, porque así más que ayudar, molestábamos. El curso entero estaba en contra, así que tomamos todos un 102 hasta el hospital Padilla.

El parcial de Biología era ese día y obviamente se había suspendido. En el colectivo Mariana me mostró unas pastillas que iba a tomar con el estómago vacío para descomponerse y no rendir. Biología con la Bustos fue la materia más difícil de toda la secundaria.

Al llegar hicimos tiempo en la plaza. Verónica también tenía la madre muerta y también parecía alguien mayor. Era como que ella y Gabriela sabían algo que nosotros no sabíamos. Bastaba con mirarlas hablando o en silencio ahí en la plaza. Durante esa semana todos los demás desplegamos un repertorio de gestos y comentarios para sentirnos un poco héroes o maduros.

Cuando apareció Hernán le dimos un abrazo y fuimos hasta uno de los pasillos del hospital. De casualidad me senté al lado suyo. Con lo que le quedaba de dulzura me preguntó: “¿Vos les dijiste?”. “No, llegué y todos sabían”, le respondí yo.

miércoles, 6 de enero de 2010

El egipcio

Consiguió el trabajo por el viejo, que era amigo desde hacía tiempo de uno de los empleados más antiguos de la empresa. Vendían maquinaria agrícola. Toda su labor consistía en salir en la moto o en la camioneta del negocio a comprar algún repuesto que un cliente necesitara con urgencia y que en ese momento no tuvieran, o en comprar cosas para el negocio mismo, como la comida del almuerzo o cualquier otra diligencia que se presentara. Muchas veces también, ayudaba a los otros empleados a llenar papeles. La mayoría de ellos le tomaron cariño rápidamente, inclusive el jefe, que era uno de los que más conversación le daba.

Le gustaba mucho manejar, sobre todo cuando le daban la camioneta, aunque también le divertía ayudar con los papeles. Pero su letra era verdaderamente espantosa. Jeroglífica. Nadie la entendía y se revolcaban de risa en el intento. Lo empezaron a apodar por eso: el egipcio. No representaba al cielo en forma de una vaca colosal subida al pedestal de la tierra con la vista a Occidente ni consideraba que el demiurgo había hecho surgir todo del caos inicial, creando de una misma sustancia a dioses y hombres. Sólo que su letra era indescifrable. Era una sucesión de rulos temblorosos amontonados que invadían mutuamente sus lugares. Una letra sobre otra. Es cierto, hay caligrafías que carecen de arte u armonía pero que en definitiva resultan legibles. La del egipcio era una degeneración total, doblemente mala, porque era desastrosa y tampoco se la entendía ni un poco. Como una mujer que no satisfecha con ser fea, es aburrida además. La ortografía tampoco ayudaba en el proceso de decodificación; era pésima.

El día del asalto, en el momento en que los ladrones entraron, él estaba fuera haciendo unas compras. Pero regresó promediando el crimen y cayó en cuenta de la situación cuando ya estaba dentro del galpón-oficina de la empresa a la vista de todos. Cometió la torpeza de intentar escapar y las dos únicas balas que se dispararon esa mañana fueron a parar a su cuerpo. Una en la nuca y la otra en la espalda, destruyéndole el pulmón izquierdo. Uno de los ladrones, no el que disparó, corrió el cuerpo desangrándose un poco más adentro, cerró el portón y empezó a insultar y amenazar al resto de los empleados. El charco de sangre asomaba hacia fuera por debajo del portón, como para que la policía no pudiera decir que había tardado en localizar el lugar.

A pesar de estar nerviosos en extremo y más apurados, los ladrones sólo repartieron algunos puntapiés al contador que seguía en el piso y más insultos y amenazas. Sabían que todo estaba casi perdido. La comisaría estaba a tres cuadras. Cinco minutos después de los disparos llegó la policía. Un cliente que en el momento del ingreso de los ladrones se hallaba detrás de una repisa con repuestos cerca de la entrada era quien había alertado a la ley después de salir del local a la espalda de los delincuentes. Se entregaron media hora después. Amenazaron con empezar un tiroteo, con tomar rehenes; pero finalmente se entregaron sin violencia.

Más de la mitad del sepelio y del entierro se pagaron con plata de la empresa y todos los empleados fueron a la sala de recepción y al cementerio con excepción del contador que había terminado con una costilla rota por las patadas y se le había recomendado reposo. Mandó, de todos modos, un hermoso arreglo floral. En la lápida se podía leer el nombre del egipcio y debajo el año de su nacimiento y el que estaba transcurriendo.

El chico que, dos semanas después, contrataron en reemplazo del egipcio era un par de años mayor y trabajaba correctamente. Y su letra era más que decente. La palma de su mano revelaba que tendría una larga vida.