miércoles, 25 de noviembre de 2009

Escalera con tiburones


Mientras estaba en la cama entró su mamá y con una sonrisa le dijo que lo buscaba Franco. Se levantó rápido y sintió ganas de ir al baño. La última vez que lo había visto, Franco había propuesto un juego que aceptó jugar: desnudos, se pusieron uno encima del otro, por turnos. La chica que trabajaba en la casa estaba en la otra habitación mirando la novela y sus padres trabajando. Le había gustado pero sabía que estaba mal. Esos últimos días cuando veía a sus padres y se acordaba, se sentía avergonzado y triste. Aunque había sido sólo una vez.

Pensando que tal vez Franco quería hacer eso de nuevo, decidió ir él mismo a atenderlo a la puerta, antes de que lo hicieran pasar hasta su cuarto.

Le había gustado un poco, pero Franco tenía muy feo olor a transpiración. Un olor como a jugo de empanada. Un olor que se quedaba en la garganta. A su mamá no le molestaba que se juntara con él, pero sí había hablado de ese olor “ácido”. Sus vecinos del barrio, Matías y su hermanito Sebastián, decían que era porque el padre de Franco tenía el taller mecánico y el agua de su casa salía sucia con aceite de auto y otras basuras. Estaban peleados con Franco, así que si estaba con él, no podía estar con ellos.

Una vez que habían discutido jugando a la pelota, Sebastián le gritó “Negro oloroso”, y antes de que Franco los empezara a perseguir, Matías dijo que todos sabíamos que el hermano que vivía en Buenos Aires era maricón, homosexual. Por eso, había veces que prefería estar con Franco, y no con los hermanos, que siempre hablaban mal de los otros. Él pensaba que seguramente los padres tenían mucho que ver, sino ¿cómo se había enterado Matías que el hermano de Franco que vivía en Buenos Aires era eso? Aunque tal vez fuera verdad.

Otra cosa por la que no le molestaba juntarse con Franco era porque no era tan mentiroso como sus otros amigos. Bruno, el vecino del frente, mentía todo el tiempo. Según Bruno, su papá, su abuelo y sus tíos eran los mejores y conocían todo y a todo el mundo. Y además, sus vecinos siempre maltrataban a algunas personas, sobre todo a las empleadas. A cada rato la madre de Bruno despedía una chica y tenían que buscar otra que duraba también muy poco tiempo, mientras que en su casa hacía mucho que la tenían a Dorita, y se llevaban realmente bien. Para colmo, estaba seguro que Bruno le había robado una lata de cerveza “Polar” que su tía le había traído de Venezuela y que era imposible conseguir acá. Había desaparecido de su biblioteca y la había visto en el cuarto de Bruno una vez que jugaban en su casa. Y no podía ser posible que Bruno tuviera una idéntica o que algún tío de Bruno haya viajado también a Venezuela.

No le iba a decir nada, y aunque le daba muchísima bronca y tenía ganas de decirle algo, lo mejor sería darle un poco de su propia medicina e ir y robársela. Sin decir nada de nada, porque entonces tampoco Bruno le podría decir nada.

Ariel, el vecino de la esquina, era cien veces más mentiroso que Bruno. Cada vez que subía al transporte escolar tenía una mentira nueva. Durante tres días estuvo mintiendo sobre una película de acción que había visto con el padrastro. Decía que la película duraba más de trece horas, lo que es imposible porque no entraría en una cinta y además porque no podía ser verdad, nunca había escuchado sobre nada parecido. También decía que la escalera de su casa – que era enorme y antigua como en las películas de miedo- tenía debajo una pileta con tiburones, y que bajando una palanca escondida, la escalera se corría dejando a los tiburones a la vista y al ataque.

Siempre que pensaba que sus amigos le estaban mintiendo, no les decía nada, nunca les negaba; simplemente los escuchaba en silencio guardando su opinión para adentro.

Pero también sabía que no todo lo que decían Bruno o Ariel tenía que ser mentira sí o sí. Una vez no le había creído algo a Ariel que había terminado siendo verdad. Ariel le había dicho que a los judíos les cortaban la punta del pito. Él no era judío, aunque sí su mamá, pero no su papá. Pero ¿cómo podía ser cierto? Además nadie quería a los judíos y por eso decían eso. La cosa fue que le contó a sus padres y se enteró de que era cierto, pero a él no lo habían bautizado ni hecho eso. Que no le gustara estar con Ariel o con Bruno o con Matías y Sebastián y que no le molestara mucho estar con Franco, tenía que ver también con que siempre ellos hablaban de religión y todos estaban por hacer la comunión, y que cada vez que iba a la casa de Ariel, Carola, la hermana mayor, le preguntara cuando la iba a hacer él. La abuela de Ariel, Nena, también le preguntaba si no tenía ganas de hacerla. Eso le daba mucha vergüenza y se ponía colorado y hacía rato que quería contárselo a sus padres para ver que tenía que hacer. Más vale tarde que nunca, pensaba.

También le molestaba el olor que había en la casa de Ariel. Una vez que estaban haciendo los deberes y el olor era muy fuerte, la abuela Nena contó que estaba cocinando mazamorra. Nunca había comido eso, pero seguro que el olor era ese: olor a mazamorra.




Por suerte Franco no quería jugar ese juego, nada más lo invitaba a comer sandia a la esquina, enfrente del taller. No había ningún peligro de hacer nada que no estuviera bien, y sí, claro, le encantaba la sandía.

Se sentaron en el césped de la esquina mientras veían a uno de los hermanos de Franco reparar un jeep viejo. Siempre estaba arreglándolo, pero siempre estaba quieto en el mismo lugar. Nunca lo había visto andar pero siempre intentaban arreglarlo. Franco tenía las manos y las uñas sucias.

La sandía estaba muy rica aunque un poco caliente y el sol del verano los hacía transpirar gotas de sudor que atravesaban la cara. Sus padres iban a salir a cenar esa noche, así que iban a poder alquilar alguna película para ver con los chicos como el sábado pasado. Claro que seguramente Matías y Sebastián no iban a querer ir si estaba Franco. Pero Ariel y Bruno no tendrían problemas. Podían comprar Coca y fiambre para hacer sandwiches. Franco le decía que alquilaran otra vez una de accidentes de autos, pero él estaba seguro de que a las dos que estaban en el video club ya las habían visto.
- Podemos ver la de bloopers en el fútbol- dijo, mientras miraba al hermano de Franco. Aunque no lo miraba a él realmente sino que pensaba en la película que habían visto la otra vez: “Más de 100 accidentes automovilísticos” Sí, eran más de cien, pero él tenía sólo uno en la cabeza: un auto de rally estrellándose contra los árboles de un bosque y convirtiéndose en una bola de fuego. El locutor que hablaba en la película decía que esta vez era un accidente trágico, porque el piloto había perdido la vida. Franco era mucho más grande que él, nunca podría ganarle peleando.

Cuando ya casi no quedaba sandía, el hermano de Franco se acercó y comió un poco y le dijo a su hermano que se iba a lo de la tía. Parecían llevarse bien.
-Ya vengo- le dijo Franco mientras se llevaba la sandia y los cuchillos. Pudo ver que tenía un agujero en el short verde de tela brillosa.

Pensaba que seguro Bruno no iba a estar hoy porque casi siempre se iba a lo de su abuela, cuando volvió Franco y sacó del bolsillo un bulto con almanaques con chicas desnudas. Decía que eran del hermano. Se pusieron a mirarlos mientras levantaban la vista a cada rato para ver si venía alguien. Franco le terminó regalando tres. Una de las chicas le parecía la más linda.
Mientras Franco guardaba los almanaques en un bolsillo del short, tres chicos más grandes se acercaron a ellos y le preguntaron por su hermano. Franco les dijo lo de la tía.

Los conocía a los tres al menos de vista: uno había sido alumno particular de su mamá y le decían “monito”, el otro era un poco colorado y narigón y manejaba todo el tiempo una moto y vivía cerca del barrio. Pero no le sabía el nombre. El tercero, era un chico de pelo un poco largo y negro que tenía un hermano muy parecido y que también vivía por la zona pero no sabía exactamente dónde. Era común verlos a los tres con el hermano de Franco.

Franco les dijo que su hermano seguramente ya volvería, así que los chicos grandes decidieron quedarse un rato más. Con ellos, con los más chicos. Entonces el monito habló:
- ¿Vos sos el hijo de Ana Lía?
- Sí- le respondió, con una voz fina que delataba que hacía varios minutos que no la usaba. Y a pesar de lo nervioso que estaba se sintió muy bien. El monito le había hablado.
- Ah, ¿este es el hijo de tu profesora?- le dijo el colorado de la moto al monito. -¡Heil Hitler! – agregó mirándolo y subiendo el tono de voz- ¿Vos sos judío?
Esta vez se puso mucho más nervioso y colorado y sentía la cara hirviendo y con hormigas picándole la cara. Pero pudo hablar.
-No, mi mamá es, y mi papá es católico, pero yo no soy nada. Voy a elegir cuando sea grande- dijo, y se sorprendió que le hubiera alcanzado el aire para decir esa frase larga que ya había practicado antes en la cabeza para salir de los apuros por los que siempre tenía que pasar. Y pensó que a la palabra “judío” se la decía de una forma y se la escuchaba de una forma, y esas dos formas eran la misma y no eran buenas.
-Christian, dejáte de hinchar, no ves que es un pendejo- le dijo el monito al colorado, un poco enojado y tratando de que él y Franco no se dieran cuenta.- En serio, mandále saludos a tu mamá, de parte del monito.
-Bueno.
En toda esa charla el de pelo largo no había abierto la boca. El colorado volvió a mirarlo y le dijo:
-Eh, ¿Querés que te enseñe una canción para que le cantés a tu mamá? Es muy fácil: “¡lavátela con champú, lavátela con champú!”
- No lo jodás, no lo jodás- le dijo al colorado el monito, pero ahora riéndose un poco porque la canción le resultaba graciosa. Decía que se lave la “concha”.

El colorado le caía tan mal que seguramente era la persona que más odiaba, o quizás la única. Era feo y se las había agarrado con él, y a Franco no le decía nada, y no es que deseaba que a Franco también lo molestara, sino que se sentía solo.

Por un momento el monito y el colorado, o Carlitos y Cristian, se pusieron a hablar de otra cosa. Franco y el de pelo largo estaban callados.
Él seguía sintiéndose mal y solo, y volvió a pensar en el video de accidentes. Sintió mucha tristeza por la familia del piloto de rally muerto. Si su papá fuese ese piloto muerto él se sentiría tan mal como se sentía ahora imaginándose que él era el hijo del piloto muerto.
¿Y si su papá se moría?
Siempre lo saludaba antes de que se fuera a trabajar a la hora de la siesta, antes de irse a la avenida a tomar el colectivo. Pero una vez estaba en el baño de arriba cuando escuchó que la puerta de calle se cerraba, entonces trató de apurarse y bajó corriendo la escalera sin remera y sin zapatillas, abrió la puerta, y corrió: atravesó la placita, una cuadra, otra y a lo lejos vio a su papá caminando con el portafolios, y le gritó. Cuando llegó hasta él, su papá estaba muy sorprendido. Él no estaba sorprendido, pero muy agitado y sintiéndose más tranquilo después de haberle dado el beso de despedida.




Mientras veía al monito y al colorado charlar sobre un partido de fútbol, pensó en que nunca se había sentido tan mal como ese día antes de despedirse de su papá. Nunca se había sentido tan mal hasta hoy, hasta ahora que pensaba en que qué pasaría si su papá se moría, y ahora que un chico más grande lo molestaba.

El monito hablaba de fútbol y él pensaba que era una buena oportunidad para demostrar que no era un pendejo y caerles bien, porque él sabía mucho de fútbol.
- ¿De qué equipo son hinchas?- les preguntó el monito. El monito era muy bueno con ellos. Franco dijo que de Boca y el monito y el colorado aplaudieron y lo felicitaron.
- ¿Y vos? – le preguntó el colorado- ¿De las gallinas?
- No – respondió-. De San Lorenzo.
Entonces, el chico de pelo largo que no había abierto la boca en ningún momento, sonrió y felicitándolo ¡a él! le dio un apretón de manos. Estaba contentísimo, no había muchos hinchas de San Lorenzo en Tucumán y le decía cosas al monito y al colorado como: “ven que no soy el único”, o le decía cosas a él mismo como: “qué grande, los cuervos somos los mejores”. Y todo el tiempo le sonreía. Él tampoco podía parar de sonreír cuando escuchaba esas cosas, las ganas de reír le venían de la panza, como cuando Daniel San hacía la patada de la grulla en “Karate Kid”.

El hermano de Franco seguía sin regresar, pero ahora ya no se sentía mal, sino todo lo contrario. Los tres chicos seguían hablando de otras cosas y ahora el de pelo largo participaba. Hablaban de una fiesta. Después dejaron de hablar de eso.
- ¿Sabían que a Rubén le pegaron un balazo, cuando entraron a robar a su casa?- les preguntó el colorado, mirándolos con ojos grandes. Rubén era el chico de pelo largo, hincha de San Lorenzo como él.
- ¿En serio?- preguntó Franco.
- Claro, y como le dieron en los intestinos por un tiempo va a tener que hacer la caca en un tubo. Lo tiene conectado en la panza- continuó el colorado que no paraba de molestarlos, sólo porque eran más chicos.
-Mentira- dijo Franco, pero en realidad parecía creerlo.

Él pensó: otra mentira. ¿Por qué la gente no para de mentir? Para qué si uno sabe que lo que está diciendo cuando miente, no es cierto. Si mentís que sos campeón de algo, ¿cómo te vas a sentir bien? si sabés que no es cierto, que en realidad no sos campeón de nada. Al contrario, él se sentía muy bien diciendo siempre la verdad. Los que mienten mucho tienen problemas psicológicos.
- ¿Vos tampoco me creés?- El colorado volvía a insistir con molestarlo.
- No sé- dijo, esta vez con más seguridad.
-¡Uh!, estos pendejos. Rubén mostrales.

Hasta ese momento Rubén había mantenido una pequeña sonrisa mientras el colorado hablaba. Una sonrisa que seguramente significaba “Colorado, dejá de mentirles a los chicos, no ves que uno es de San Lorenzo como yo”
- Dejá de hinchar.- le dijo Rubén con mucha tranquilidad, pero con esa pequeña sonrisa.
- ¡Dale! ¡Dale!

Entonces, después de un rato y ante la insistencia del colorado, Rubén se levantó con cuidado la remera azul con rayas horizontales blancas. Lo hizo hasta la tetilla derecha que era chica y oscura y estaba rodeada de lunares. Tenía el tronco flaco y la piel pálida, y de la parte izquierda de la panza le colgaba una especie de tubo de plástico, casi como una bolsita, y dentro se veían unos pedacitos marrón oscuro de distintas formas. El colorado sonreía.

Era todo tan extraño. Era cierto, esta vez era verdad.

En ese momento supo que tenía que decir algo, preguntarle algo. Ya había entrado en confianza con su nuevo amigo.