martes, 1 de junio de 2010

La señal


En principio no tenía el más mínimo deseo de ir al congreso, pero una especie de órgano de la supervivencia que me imagino tenemos todos en alguna parte del cuerpo trabajando como un balancín, me hizo saber que aunque la pasara muy mal en Salta, nunca sería comparable a un nuevo fin de semana en casa con mis padres. Así que en menos de treinta minutos preparé el bolso, dejé a mi mamá y el feng-shui, y a mi papá con su “Fútbol para todos”, y me encontré en la puerta de la facultad con las casi cincuenta personas que viajaban.

Creo que a nadie le interesaba verdaderamente el congreso; ni a las autoridades, ni a los docentes, ni a los estudiantes, y todos lo veían más que nada como una posibilidad para divertirse y conocer lugares y gente. Sabíamos, finalmente, por otra parte, que a la mayoría de las cosas que se dicen en un congreso de turismo y desarrollo sustentable se las lleva el viento, y que no pasan de discursos altisonantes y ridículos, o arduamente trabajados, pero vacíos en el fondo. Lo que escucharíamos en esas tres mañanas y dos tardes, no serían más que palabras que abarcarían toda la gama que va de lo hipócrita hasta lo resignado, pasando por lo vano y artificioso.

Sinceramente debo decir que odiaba a todo el mundo, especialmente a mis compañeros, tanto fueran hombres como mujeres. Sobre todo aborrecía a los más jóvenes, de entre dieciocho y veintitrés años, los cuales pretendían hacerse los serios y serias y maduros y maduras y apostaría que más de uno o una no quería salir del closet; después estaban los de entre veintitrés y veintiséis, y que no solo ahora en el viaje, sino también cotidianamente en clase buscaban alargar eternamente la secundaria: molestando, conversando y recurriendo al chiste fácil. Por edad, yo pertenecía al segundo grupo, pero solo eso. Me sentía ajeno a todos y a todo.

Pero antes que odiar a los otros, me odiaba principalmente a mí mismo. No me soportaba. Aprovechaba cualquier espejo o cualquier vidriera del centro para comprobar el avance de mi insignificancia y fealdad. Incluso, cuando subía solo a un ascensor y llevaba short o jogging, me bajaba el calzoncillo para sufrir con la visión que habían tenido de mi desnudez chicas en el pasado y la que podrían tener otras en el futuro. Pero era una cuestión sin importancia, porque de todas formas no tenía sexo desde hacía un año y medio.

Esa aura pesimista, esa nube negra, como era de esperar, no desapareció durante los días del congreso. Por lo general me movía como un autómata siguiendo al resto de la delegación a través del hotel donde se desarrollaban las actividades. Iba a las presentaciones de trabajos, charlas y conferencias en un estado de semiinconsciencia, como resultado de que pasara todo el tiempo pensando en mis problemas y del profundo sueño que sentía, a pesar de que las dos primeras noches me uní adrede a un grupo aburrido que solo quería tomar una cerveza, comer un sandwich de lomito, y volver al hostel dónde nos hospedábamos bien temprano.

De tanto en tanto, atrapaba alguna frase, alguna oración plagada de palabras con consonantes fuertes, y la anotaba en un papel. Más que nada para probar la lapicera que los organizadores del congreso nos habían obsequiado. La cosa no mejoraba para mí en los coffee break. Me asqueaba ver a todos excitados frente a la comida gratis. Sintiéndose muy vivos por el café libre, por poder engullir una tercera medialuna no permitida o por los scones que se guardaban en los bolsillos para más tarde. Eso parecía no bastarles: tenían también que hablar de lo que estaban haciendo. Así aumentaba su placer, parecía.

Pero también había momentos en los que intentaba estar solo físicamente además. Entre el edificio del hotel y la sala de conferencias había una amplia galería con techos vidriados en la cual se habían armado los distintos stands de los operadores mayoristas o de los entes provinciales. Una suerte de workshop, como le llamábamos. Cuando quería escapar de alguna charla recorría ese espacio una y otra vez sin detenerme a mirar nada, como si buscara dejar llena de surcos la galería nomás. Solo interrumpía mi parquedad para sonreír maliciosamente cada vez que pasaba junto al stand del ente de turismo de Tucumán. Recordaba aquella vez que habían invertido en una millonaria publicidad, trasmitida para casi toda Europa durante un mundial de rugby, en la que habían olvidado especificar en qué país estaba ubicada la provincia. Ese pensamiento era como una pequeña estrella que se apoyaba sobre mí y alejaba por unos instantes la pesadumbre que sentía. Comprobaba con orgullo también, aunque inmediatamente me arrepentía de él, que ninguna de las promotoras que repartían folletos me movía un pelo. Ni la lycra ajustada, ni las tontas gorritas, ni los push ups lograban despabilarme.

Mis compañeros me seguían en ocasiones. Yo los escuchaba comentar emocionados sobre rumores de sorteos de sesenta pen drives de un giga, o de un par de circuitos por Europa, cortesía de uno de los operadores turísticos que tenía su stand ahí, pero finalmente nada pasó y mis compañeros tuvieron que desquitarse, ya en los momentos finales del congreso, criticando cuanta cosa veían: desde la temperatura del agua de los dispensers hasta el discurso de cierre, a cargo del director de turismo salteño.

Los días fueron todos bastante parecidos unos a otros. El sábado por la tarde, tras el acto de clausura, aproveché para caminar solo por el microcentro con la idea de gastar algo de plata que me había sobrado. Pero no supe qué quería y no compré nada finalmente.

Por la noche fuimos todos y todas recién bañados y bañadas a la fiesta de cierre en una mezcla de pub y boliche, en el que había mucha otra gente también que no tenía nada que ver con el congreso. Simplemente eran salteños en Salta.

En el pub nos sentamos casi todos los compañeros en una misma mesa. Procuré esta vez, sabiendo que podía trasnochar tranquilo, ubicarme lejos del grupo serio. No pasaba nada en ningún lugar de todas formas. Algún aburrido sacaba a bailar a alguna de nuestras compañeras, pero la mayoría esperaba a estar verdaderamente borracho para hacerlo. Yo me mantenía en silencio, obligado a hacer una broma ocurrente cada vez que alguien notaba mi presencia y me reclamaba participación. ”Vos sos medio hijito de puta, aunque no parecés ¿no?”, obtenía como respuesta, además de algunas risas.

Cuando ya eran cerca de las tres y ya había orinado una o dos veces, Rodolfo, un compañero del grupo de los que estaban entre los veintitrés y veintiseis, me señaló dos chicas que fumaban cerca de uno de los ventanales del pub. Una se destacaba, aunque no muy alta, hermosa y elegante como un setter irlandés, mientras que la otra, que no parecía estar mal de todas formas, la escudaba sosteniendo un vaso de cerveza que compartían.
- Yo encaro a la de la derecha- me dijo Rodolfo- ¿Te parece?
- Dale- le respondí yo, simulando entusiasmo y con una tibia esperanza de que el plan se frustrara.

Si bien Rodolfo era uno de mis compañeros ansiosos por reeditar el viaje de fin de curso a Bariloche, había abrigado siempre hacia él un sentimiento de hermandad. Esto era sobre todo porque si yo presentaba una avanzada calvicie que atacaba la región frontal de mi cabeza en forma de tenazas, liberando un jopo que nunca sabía cómo resolver al peinarme, por lo que lo dejaba suelto al viento para que se moviera como algas marinas, Rodolfo tenía el pelo lleno de canas. Tantas como si esos cabellos blancos fueran los habitantes originales, y los negros los que en realidad habían comenzado a asomarse furtivamente cuando recién entraba en la veintena de años. Por lo que decidí, luchando contra mi apatía, seguirlo hasta las dos chicas teniendo cuidado de no derramar cerveza del vaso de litro que tenía en la mano.

Dejé que Rodolfo se encargara de todo, mientras yo apenas sonreía a la espera de la oportunidad de insertar algún chiste en la conversación. De tan cerca, descubrí que más que a un setter, y en la medida en que es posible y lícito establecer comparaciones entre mujeres y perros, la chica hermosa se parecía, especialmente en el rostro, más bien a un cocker, ya que tenía rasgos sutiles y aniñados más que angulosos: una boca clásica en forma de corazón pintada de rojo, nariz pequeña y redondeada, y ojos dulces aunque un poco embrutecidos por el rimmel. Pero mi posible chica no estaba mal: un poco más baja que su amiga, morena de pelo y piel, tenía como principales virtudes unos ojos enormes y curiosos que miraban de abajo hacia arriba y una boca de labios gruesos que se expandían en forma horizontal. Por el momento, era ella la que hablaba con Rodolfo, en un tono de voz grave que subía cada vez más y que parecía siempre a punto de quebrarse en una nota aguda. Y se notaba que años de amistad, boliches y fiestas con la chica cocker la habían obligado a desarrollar una personalidad explosiva para no quedar tan rezagada.

Debo decir además, que la de la chica cocker era verdaderamente una belleza que mareaba, que lo hacía a uno sentirse muy poca cosa. Su piel parecía tener la suavidad y el color caramelo que deben tener las pieles de hijas de matrimonios de dermatólogos, así que supuse que ella lo era. Recordé la anécdota que un amigo contaba sobre un tipo que había invitado a salir a su hermana un par de veces. Un joven abogado que le decía todo el tiempo que era tan hermosa que se sentía mal, que se descomponía. Y efectivamente, había veces que, mientras iban al cine o a algún bar, detenía el auto a un costado, abría la puerta, asomaba el cuerpo hacia afuera y se doblaba todo en arcadas.

Sin darme cuenta prácticamente, y a medida que comprábamos una cerveza y otra, fui sintiéndome muy a gusto con la chica explosiva. Perdía de vista a Rodolfo y, cada tanto, cuando entraba en mi campo visual, lo veía haciendo monerías a la chica hermosa. Entonces tuve la intuición de que si bien Rodolfo había sido el favorecido en la elección, la suya no sería más que una victoria pírrica, y que el que terminaría sintiendo el calor de una mujer esa noche probablemente fuera yo: el chico amargo y pesimista.

No entendía del todo bien las cosas que mi chica, Jimena, me decía. Además de sentir una extraña mezcla de atracción y rechazo ante esa voz que se desplazaba por todas las tonalidades, me costaba comprender desde dónde se originaban sus ideas y la estructura de sus pensamientos. Por ejemplo, me comentaba que esa misma tarde viajando en el colectivo, no había podido contener la risa al escuchar a una nena de primaria recitando de manera incorrecta el abecedario, invirtiendo el orden y casi creando nuevos sonidos; que había tenido que simular que se reía de un mensaje de texto para que no la miraran con antipatía el resto de los pasajeros. Yo no sabía si me lo contaba desde el prejuicio o desde la ternura. O cuando me hacía preguntas sobre Tucumán como si se tratara de un lejano reino: “¿qué comen?”, “¿con qué acompañan la milanesa?”, “¿qué toman antes de ir bailar?”, “¿cómo detienen los colectivos?”, “¿qué nombre le ponen a los recién nacidos?”.

Ya cerca de las cinco, y después de celebrar varios chistes de ambos chocando nuestras manos, me dijo con su voz viajera:
- Tucumano, ¿no querés que vayamos a mi departamento? Confío en que no vas a robar nada.
- Bueno- le respondí, ya bastante borracho y sintiéndome alagado.

Tomamos un taxi que pagamos a medias y llegamos a destino. El departamento era enorme. No pude calcular bien ni pregunté, pero parecía de más de tres ambientes o algo así. La madre estaba desde hacía más de una semana de vacaciones en Angra dos Reis con una amiga, por lo que bien entramos Jimena me dijo que podíamos hablar todo lo fuerte que quisiéramos. Inmediatamente después, me llevó a la cocina porque decía que le sonaba la panza.

Me puse a su lado cuando abrió la heladera y me preguntó si quería algo. Lo que vi me desconcertó un poco. La heladera estaba prácticamente vacía y con cosas que no combinaban para nada: dos mitades de limones secos, un frasco de crema de leche por la mitad, esencia de vainilla, un salamín, orégano, mermelada de frambuesa y, sobre todo, tomates y fetas de queso dambo.
-No hay nada parece- dijo, haciendo una mueca de frustración- Pero no te preocupes, tucumano, porque siempre tengo a mano mi comida preferida.

Dio un par de pasos de baile hasta un desayunador y como en un truco de magia levantó un par de servilletas humedecidas descubriendo cinco o seis sándwiches de queso y tomate hechos en pan lactal.
-¿Querés?- me preguntó- Son de queso y tomate. Son mi cena diaria. Ahora que mi mamá no está los como de almuerzo también. Y a veces de desayuno o merienda. Pero más que nada me encanta comerlos cuando vuelvo tarde a la noche.
- No, gracias- le dije. No tenía hambre, me había llenado con manises.
- ¿Querés coca, entonces?- insistió, balanceando la cabeza y con los puños en la cadera simulando estar enojada. O quizás lo estaba, no sé.
- No. Gracias. Agua podría ser. Deberíamos haber comprado alguna cerveza – le dije, enojado conmigo mismo por el olvido.
- Yo tomo solo una vez a la semana alcohol. Se lo prometí a mi mamá. Pasa que mi papá, que dicho sea de paso, vive en Tu-cu-mán, como vos, es medio borracho. Así que le prometí a mi mamá que no seguiría sus pasos.

Dicho esto, me sirvió agua en un vaso, mientras colocaba dos hielos en otro y agachándose apenas, se servía Coca Cola al tiempo que decía con deleite: “Coca-colita-con-hielo-mi-amor-te-amo”, dirigiéndose a no sé quién.

Para ese entonces, de algún modo, ella era la dueña de la situación y yo no hacía más que seguirla con la mirada y escuchar sus ocurrencias. Iba de aquí para allá, recorriendo el living y explicándome en qué lugar y año se había tomado tal foto con su mamá o tal otra con su mejor amiga, Mariana, la chica cocker; o qué amigo gay de su madre había pintado cuál pintura abstracta y de lo que se suponía que ésta hablaba.

Un poco cansada al parecer, apoyó el vaso de coca y el sándwich de queso y tomate a medio comer sobre una mesa ratona y se dejó caer de cola en un sillón de dos cuerpos. Las piernas le colgaban desde uno de los apoya brazos, a la altura de las rodillas, por lo que se puso a balancearlas de arriba a abajo. Y se quedó así un rato, mirando el techo.

Me senté a su lado, y de la nada, como si ya hubiese recuperado el aliento y la energía, comenzó a mostrarme varias cicatrices que tenía en distintas partes del cuerpo. “Gusanos”, los llamaba. Tenía dos bien alargadas en el brazo izquierdo: una adelante, en el antebrazo; y otra atrás, en el codo. También otra más corta en el hombro derecho. Había atravesado sin darse cuenta una puerta de vidrio de la casa de una tía el día que cumplió dieciocho años.
- En esa época vivía nerviosa. Casi ni comía- me explicó.

A medida que hablaba y me enseñaba sus cicatrices, yo tímidamente las acariciaba, como un turista que comprueba la belleza del paisaje que el guía le enseña.
-Este otro de acá me lo hice en un famoso accidente en colectivo- continuó, mientras se tocaba una mancha de carne de forma redondeada en una de sus pantorrillas-. Mi colectivo se metió dentro de una pizzería y yo estaba tocando el timbre justo. Me zarandeó de un lado a otro. ¡Era como una película! Entre medio del polvo vi a una chica vestida toda de blanco: pantalón y campera polar. Tenía un manchón de sangre como un babero.

No había muerto nadie, me explicó, pero había salido en la tele y en el diario. Diez personas viajaban, incluido el chofer y dos mellizos de ocho años.
-Hace un año fue- agregó, mientras con dos dedos se masajeaba la cicatriz, como si lo hiciera sobre su sien para rememorar con más facilidad.
- ¿Y no se volvieron a juntar? Con el grupo digo, ¿al cumplir el año? –pregunté, temiendo meter la pata- ¿Cómo grupo terapéutico o algo así?

Entonces, a modo de respuesta, me miró, abrió grande los ojos, lanzó una fuerte carcajada, se tapó la cara con una mano e incorporándose un poco sobre sus codos, enterró su cabeza en mis costillas, del lado derecho. Luego se acomodó mejor y terminó sentada a mi lado. “Que rico perfume que tenés” dijo, acercando la nariz a mi cuello. “¡Me quiero morir!”, repitió un par de veces hundiendo la cara con ternura.

Así comenzamos a besarnos. Con torpeza primero hasta encontrar el ritmo apropiado. Su boca era más grande de lo que yo había imaginado, y tenía la certeza de que algún misterio fundamental se escondía ahí dentro, por lo que me dejé llevar: sentía que caía de cabeza dentro de un caldero enorme. Y su lengua se asomaba como un animal que llega olfateando tímidamente hasta la entrada de su guarida.

Sin dejar de besarnos nos acostamos en el sofá y empecé a acariciarle con fuerza los muslos y con cuidado la cola. Y mientras comenzaba a imaginármela desnuda y pensaba en caníbales y brujas, se alejó de mí empujándome hacia atrás con los brazos, giró la cabeza hacia un costado y estornudó, una vez, y luego otra y luego otra. Estornudos secos y cortos como pequeños latigazos que no lastiman.
- ¡Ay, perdón! Esto ya me pasó una vez, cuando…- dijo, y estornudó nuevamente sin terminar la frase. Aunque interpreté que era algo que le había pasado también con un hombre en una situación íntima.

Yo estaba excitado, pero podía esperar. Me encontraba, además, en un momento de la vida en el que tenía la guardia baja y no estaba en condiciones de exigirle nada a nadie. Pensé en lo vulnerables que éramos todos nosotros, por primera vez con optimismo después de mucho tiempo. Y entonces, mientras ella se miraba la palma de la mano izquierda como si se tratara de un rito para provocar el estornudo, y sin saber todavía si tendría o no sexo, si volvería a verla al día siguiente, o si me convertiría en su feliz y calvo esposo, agradecí en secreto a los organizadores del congreso por esta suerte de señal de que las cosas quizás mejoraran un poco para mí de ahora en adelante.

13 comentarios:

Franco dijo...

buenisimo la verdad,te pasaste en este

autor dijo...

ja, gracias. Temía que la "temática" no interesara, pero mientras haya un lector satisfecho, ya está.

Pero tengo una duda que espero los estudiantes de letras sepan responder:
¿Qué onda con el "ahora" de la oración final? ¿es eso que llaman -creo- "volver al presente del relato"? ¿es otra cosa?.
En realidad, sea lo que sea,me gustaría que me dijeran qué tal "suena".
Podría poner "de ahí en adelante", "a partir de ese momento", o cosas por el estilo.

mezcalita dijo...

que bien escribis gercho la verdad. Siempre leo y no sé qué pingo decirte más que eso nomás

"más que eso nomas" suena raro tambien

autor dijo...

Me imagino que capaz que hay que darle la bienvenida a lo que suena raro también. ¡Gracias por la alabanza!

"que capaz que"

mezcalita dijo...

la bienvenida a lo raro cuesta un poco no? como saludar con un beso a tu mamá

autor dijo...

A Hernán y Jopi los saludo con la mano. Besarlos sería careta. Además me da cosa.

Frente a mis compañeros de equipo de fútbol, dudo.

Hernan dijo...

vuelvo al access...
qúe tristeza!











verif. de la palabra: mallyge

Daniel Pérez dijo...

Muy bueno Gercho! Cada vez mejores!

(Putín, espero que no mariconees y mañana vayas a ver el partido a la casa).


Verificación de la palabra: regun

autor dijo...

Gracias perro!. Adelanto que, salvo que se me ocurra un poema en el colectivo, se viene un receso de posts, debido al mundial y a la tesis.

(Tenía que esperar al sr. barriga para pagarle las expensas. En serio)

Diego dijo...

muy bueno gercho

Diego dijo...

estás presentando cosas a concursos? podría ser tu catapulta a la fama

autor dijo...

debiera haber un reality para aspirantes a escritor llamado "Catapulta a la fama".

hay que conmover a Cathy Fullop y a Marley con una lectura.

Diego dijo...

o un gran hermano con escritores. los más ermitaños la pasarían bomba.